Mientras la hinchada le da play una y otra vez al trailer de Infinity War (o al videito de la jura de Cristina en el Senado), yo me siento a escribir las reseñas de un par de libritos que ya tengo leídos.
Allá por 2000, después de varios años de trabajar en series regulares, el maestro David Lapham se decidió a probar suerte con una novela gráfica, un relato pensado desde cero con principio, desarrollo y final. El resultado fue Murder Me Dead, definido por el autor como “un relato desgarrador de amor y asesinatos”, 232 páginas en las que Lapham urde y resuelve una trama truculenta, llena de volantazos impredecibles, con personajes absolutamente tridimensionales y un clima de tensión de una densidad tan asfixiante como hipnótica.
Murder Me Dead tiene varios puntos altísimos, pero me parece que lo más logrado es el desarrollo de los dos personajes protagónicos, Steve y Tara, y el vínculo entre ellos, que a lo largo de la novela se tuerce, se contorsiona, se tensa y pega giros bizarrísimos. O no, quizás lo más destacable sea el manejo por parte de Lapham del tempo narrativo, la forma en que manipula el relato para generar climas que nos involucren en la historia, que nos pongan nerviosos, que nos hagan sufrir casi tanto como sufre el pobre Steve. Lapham trabaja con la página dividida en cuatro tiras, al estilo Hugo Pratt, y rompe ese esquema sólo en un par de momentos muy específicos, que son flashbacks a sucesos anteriores al punto en que decide iniciar el relato. Sobre esa base, emplea todo tipo de recursos (algunos claramente heredados del cine) para imponer el ritmo que él elige y para generar intriga o impacto, según lo que requiera la trama.
El dibujo nos muestra a un Lapham muy afianzado en su estilo, con un manejo sublime del blanco y negro. Mezclá a Steve Ditko con Alex Toth, agregale un toquecito de Charles Burns y por ahí va a aparecer la estética con la que Lapham dio cátedra durante años, tanto en esta obra como en Stray Bullets, el trabajo más conocido de su etapa indie. Si te atrae una historia de amor retorcida, perturbadora, con violencia, sangre, mala leche y personajes demasiado reales para ser de papel y tinta, matá a quien haga falta para conseguir Murder Me Dead.
Me vengo a Argentina para meterme (ahora sí) con una publicación de 2017. Tango Cruzado, escrito por Max Aguirre y dibujado por Sebastián Dufour, tiene una consigna tan ganchera que ofende: historias de tangueros con machaca y elementos sobrenaturales, en las que tienen roles muy destacados nada menos que Carlos Gardel y David Bowie. Chau, no me cuentes más. Tomá mi guita y dame el libro.
Aguirre te engancha rapidísimo con sus diálogos ingeniosos y afilados, con la forma en la que los elementos tangueros (tema en el que la manya lunga) se integran a la trama de suspenso y acción para potenciarla. Y cuando creés que más o menos pescás de qué va la cosa, te agrega los elementos fantásticos, que en realidad son un recurso para hablar de otra cosa, que es la construcción de los mitos. El Gardel de Tango Cruzado está en ese camino, en el de construirse a sí mismo como mito. Por eso (nos explica Estárdas) sobrevive a balazos y a episodios que a cualquier otro hombre le costarían la vida. Estárdas (fonéticamente cercano a Stardust y visualmente idéntico al Duque Blanco) ya pasó por ese trance, ya es un ser 100% sobrenatural, que toca el bandoneón para joder, para agregarle misterio a la noche tanguera de Buenos Aires o Montevideo. El resto de los personajes, oriundos de ambas orillas, no son meros testigos del periplo del Zorzal y las excentricidades de Estárdas, sino que están muy bien trabajados y resultan sumamente carismáticos. De hecho uno de los mejores momentos del libro llega cuando el foco del relato se desplaza hacia Yonli, el morocho blusero de New Orleans.
¿Qué le falta a Tango Cruzado para ser una obra maestra? En primer lugar, más páginas. Se me hizo muy corta. Después, decidirse de un modo más claro entre ser una novela gráfica o ser una sucesión de relatos episódicos hilvanados por una trama que avanza un poquito en cada uno. Pero el principal problema lo encontré en el dibujo. Sebastián Dufour es un ilustrador alucinante, con una destreza técnica digna de Carlos Nine y una audacia para resdiseñarlo todo digna del Viejo Breccia. Y sin embargo, para mi gusto, la magia que tira Dufour no contribuye al fluir del relato que propone Aguirre. Por el contrario, lo entorpece. Obliga al lector a invertir preciosos segundos en decodificar los dibujos (ah, ya sé: esto es un caballo, esa mancha es uno de los protagonistas y ese círculito blanco es la luna”) y lo desorienta, lo saca del eje de la narración, lo obliga aunque sea un instante a distanciarse de la trama para encontrarle sentido a los dibujos. Gráficamente, esto tiene una belleza y un vuelo increíbles… lástima que a nivel narrativo esa belleza y ese vuelo funcionen más como un obstáculo que como un complemento para el guión de Aguirre.
Hasta acá llegamos, por hoy. Estamos a sólo 10 entradas de lograr el objetivo de los 100 posts en 2017… y creo que vamos a llegar. La seguimos pronto!
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