Alguna vez, la historieta fue realmente contracultural y revolucionaria. Incluso en Europa, donde siempre se priorizó una onda más tranqui, más doméstica, más presentable. A fines de los ´70, y en paralelo a la transición democrática, explotó en España el underground más sacado, más extremo del que se tenga memoria. Con la revista El Víbora como nave insignia y la línea chunga como propuesta estética, un grupo de creadores pasados de rosca, talentosos e iconoclastas pusieron de moda un comic en el que gobernaba el descontrol. Historietas violentas, sórdidas, en las que los héroes (así, sin comillas) mentían, robaban y mataban para conseguir guita que gastaban en alcohol y drogas duras, para luego darse a la fuga en lisérgicas peripecias, con la pasma siempre pisándoles los talones. Entre esta fauna de gatillo fácil, estirpe barriobajera y venas picoteadas por la heroína se destacó claramente Makoki, un personaje que en su primera aparición se escapaba de un neuropsiquiátrico.
Fuga en la Modelo incluye, en realidad, dos sagas. En la primera, a Makoki ni se lo nombra. Los protagonistas son el Tío Emo, Cuco y el Niñato, más conocidos como “la Basca” (la barra de amigos). A lo largo de estas 44 páginas, el trío funcionará como una versión aún más lumpen de los Freak Brothers de Gilbert Shelton y se verán envueltos en mil y un sucesos violentos (aunque narrados en clave humorística) hasta llegar a Madrid con varios kilos de hachís comprados a dos mangos en un pueblito cerca de Melilla, en la región controlada por “los moros”. La gracia de esta trepidante aventura está en los diálogos, en la construcción de los personajes y sobre todo en el desarrollo, en la acumulación de peripecias una más zarpada que la otra, hasta llegar a un desenlace totalmente abrupto, escrito a lo bestia y sin final feliz para casi ninguno de los involucrados.
En la segunda aventura del tomo, Fuga en la Modelo, el protagonista es el Tío Emo, que arma un plan para escaparse (junto a otros presos) de la cárcel de Barcelona donde lo tienen encerrado. Makoki y su amigo Morgan reaparecen (en su primera aparición en El Víbora) para ayudar a los presos en su fuga, pero también lo hacen los “villanos” de las primeras aventuras de Makoki: el delirante Doctor Otto y el Robesto, el violento gigante porteño (amante de los tangos), ahora transformado en una especie de cyborg de enorme poder destructivo. La crueldad de Emo (lejos, el más jodido y peligroso miembro de la Basca) está exacerbada en estas 17 páginas y por suerte contrasta un poquito con la “cartoon violence” de las secuencias protagonizadas por Makoki y Morgan. De todos modos, de este cóctel explosivo sólo puede salir un final truculento, con muchísima muerte y destrucción, y –de nuevo- es un final apresurado, abrupto, que resuelve casi todo en poquísimas viñetas.
Leídas hoy, estas historietas exhiben claramente las torpezas y las limitaciones de la dupla autoral. Pero puestas en el contexto de 1980-81, uno entiende perfectamente por qué Miguel Gallardo y Juan Mediavilla se convirtieron en dos de los autores emblemáticos de El Víbora y por qué Makoki y la Basca se ganaron un lugar de privilegio en la cultura popular española. Gallardo y Mediavilla trabajaban juntos el guión, el lápiz y la tinta. Por lo menos en esta primera etapa, cuesta bastante discernir cuándo dibuja uno y cuándo el otro. Yo sospecho que en la aventura de la Basca, hay muchísimo dibujo de Mediavilla (el más salvaje de la dupla, luego adicto a la heroína, como el Niñato), que era el que dibujaba más rápido y se cebaba más metiendo tramitas y cross-hatchings enfermizos. La segunda historia parece tener más dibujos de Gallardo, el que se sentía más cómodo en las páginas con muchas viñetas y manejaba una línea más cercana a la de Elzie Segar. Pero también hay muchísimo cross-hatching, probablemente agregado por Mediavilla. El conjunto de ambos autores es esta mezcla adictiva entre Segar, Benito Jaccovitti y –obviamente- Shelton y Robert Crumb. La acción está caricaturizada, los fondos oscilan entre el laburo minucioso y demencial y la desaparición absoluta, y el rotulado de los –muchísimos- globos y bloques de texto resalta la sensación de cosa extraña, visceral, muchas veces improvisada. Con estas historietas (y algunas anteriores), Gallardo y Mediavilla sentaron las bases de lo que se conoció como “línea chunga”, una estética marginal, sucia, desprolija, pensada mucho más para impactar que para agradar al lector, con un pulso a veces tembloroso (efecto de las drogas) que revelaba la improbable utilización de bocetos o incluso la realización de buena parte de la historieta directamente en tinta, sin dibujarla primero a lápiz. O sea, la antítesis perfecta de la línea clara, que justo en esos años vivía su asombrosa renovación.
Todo era posible en el extraño mundo de Makoki y la Basca y si bien la distancia temporal nos permite ver un montón de cosas que están hechas así nomás, sin pensarlas o laburarlas lo suficiente, estas historietas conservan intactas su pasta de clásicos, siguen transmitiendo esa señal que te dice “Atenti, flaco, que acá está pasando algo nuevo, algo que no pasó nunca y que andá a saber si alguna vez vuelve a pasar”. Si decodificás el slang español de los ´80, esto además de ser estéticamente adictivo, te va a hacer reir mucho. Pero claro, hay que abstraerse del pequeño detalle de que nos estamos riendo de historias en las que “los buenos” son malvivientes, drogadictos y asesinos, y en las que muere bocha de gente. Hoy, no sé si alguien se animaría a publicar historietas así.
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1 comentario:
me encanta esa historia a lo segar
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