Segundo y último tomo en este intento por parte de Dynamite de recuperar un cuasi-clásico ochentoso de Timothy Truman. Intento en el que le debe haber ido tirando a mal, porque las reediciones se cortan acá y la serie original siguió bastantes números más.
En este tomo, Truman nos escamotea un elemento que estaba bueno en el anterior: el misticismo de los aborígenes nortreamericanos. En el primer episodio hay un poquito de eso, pero justo ahí Scout se despide de Gahn, y donde antes había bestias místicas ancestrales ahora habrá... robots israelíes con diseño de mechas japoneses. Truman abordará el tema de la religión y le dará mucho protagonismo con el correr de las páginas, pero no será la religión de los apaches, sino la de un pibe que está medio tocado y combina el cristianismo con las novelas de El Señor de los Anillos.
El profeta, a quien una facción del gobierno de los EEUU quiere hacer pasar por líder terrorista, no es otro que Doody, un personaje menor del tomo anterior, que acá está muy cambiado, incluso físicamente. Truman no se calienta siquiera en dibujarlo parecido. La aventura se articula (con perdón de la palabra) en torno a esta dicotomía: Doody empuja a sus seguidores por el desierto yanki hacia una base militar en la que todavía quedan algunos misiles activados, guiado por visiones extrañas e inspirado por el viaje de Frodo hacia el Monte del Destino. El artero vicepresidente de los EEUU, en cambio, afirma que se trata de una célula armada que intenta apoderarse del arsenal nuclear para poner en jaque al país. El miedo crece, las tropas se movilizan y al final resultará que Doody es algo más que un salame con visiones proféticas.
A todo esto, ¿de qué juega Scout? Eso es lo más flojo de la saga central. Al principio, Emanuel Santana traba amistad con un ganadero copado y lo ayuda a defender sus tierras. Pero después, ¿para qué acepta sumarse al caos que se desata en la base militar? ¿Qué hace un criminal buscado por la policía de todos los estados en una misión especial encargada por la presidenta de la nación? No se termina de explicar. Lo bueno es que la presencia de Scout en el desenlace de la saga de Doody sirve para que finalmente lo capturen los milicos y da pie a los dos últimos episodios del tomo, que son los mejores.
Acá, Santana está internado en el pabellón psiquiátrico de un hospital para veteranos de guerra, debilitado por sus heridas y empastillado hasta las uñas. Truman aprovechará el primero de los episodios de Scout en el hospital/ manicomio para bajar línea acerca de cómo EEUU trata a sus ex-combatientes, y en el segundo estallará una machaca sumamente salvaje, con dos objetivos: presentar a un nuevo personaje (a quien no veré desarrollarse a menos que consiga las revistitas de los ´80) y sacar a Santana de su cautiverio. Las primeras 16 páginas de ese último capítulo tienen un nivel de violencia muy, muy difícil de digerir.
El dibujo de Truman mantiene el nivel del tomo anterior, siempre muy vibrante, con muy buenos truquitos de narrativa y una gran labor de Sam Parsons en el coloreado. Hay una historia muy breve dibujada por Ben Dunn (pionero del manga en los EEUU) bastante intrascendente, y además hay 19 páginas a cargo de dos compañeros de curso de Truman, que egresaron junto con él de la escuela de Joe Kubert: los gloriosos Rick Veitch y Stephen Bissette, que se van al carajo a la hora de graficar el capítulo en que Scout está en el hospital drogado y hecho mierda. Si recordás sus trabajos en Swamp Thing, o en la antología Taboo, sabés que a los muchachos les gusta el terror, bien podrido y visceral, y acá se zarpan para ese lado, en unas páginas memorables en las que se ve la clásica anatomía del maestro Kubert mezclada por una puesta en página rarísima y un entintado bien dark, bien sórdido, todo eso en los espacios que dejan los textos de Truman que –lamentablemente- son muy, muy abundantes. El propio Truman dibuja el último episodio (el de la tremenda machaca con Monday) con la novedad de que acá no aparece con el color de Parsons retocado por los efectos digitales de Mike Kelleher, sino que este último colorea toda la historieta con su paleta photoshopera. Y la verdad que le suma puntos a Parsons porque esto, de 2008, está bueno, pero no tanto mejor que lo que hizo el colorista original en 1986, cuando la tecnología que hoy usa Kelleher no se podía ni soñar.
Futuro distópico, ciencia-ficción, medio ambiente, runfla política, religión, combates militares con hardware y robots gigantes, machaca a puño limpio y algún garchecito apenas sugerido (pero lésbico!) sirven de marco para las violentas aventuras de Emanuel Santana, a las que estuvo bueno descubrir, aunque sea con más de 25 años de demora. Habrá más Tim Truman antes de fin de año.
lunes, 15 de julio de 2013
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