miércoles, 30 de junio de 2010
30/ 06: PIANETA EXTRA
Sí, lo escribí bien. El tema es que, por esas bizarreadas del destino, me tocó leer este comic en la lengua de mis bisabuelos.
Planeta Extra es una paradoja: sin ser la mejor obra de Diego Agrimbau es la obra más Agrimbau de las que leí hasta ahora. Es que acá se conjugan más que nunca las dos cosas que mejor le salen a Agrimbau: la ciencia-ficción con tintes ochentosos (tipo Carlos Trillo, o Ricardo Barreiro) y la comedia costumbrista con tintes grotescos (tipo Roberto Cossa). En Planeta Extra esos elementos se combinan para crear una aventura que –como en Glacial Period- nunca llega a cobrar proporciones épicas por lo losers que son los protagonistas. Toda la obra destila la clásica berretada argentina: el “¿por cuánto arreglamo?”, el “lo atamo con alambre”, el “sálvese quien pueda”, el “no me toquen a la nena”, el “lo primero es la familia”, la eterna contradicción entre una patria que te niega cada vez más posibilidades pero a la que sabés que te va a costar un huevo y la mitad del otro dejar para probar suerte en otro lado… No sé si los italianos o los españoles entienden la real y definitiva dimensión argenta que tiene este guión de Agrimbau.
Que no es perfecto, sólo porque la caída libre de Quique Tetamanti (nuestro protagonista, seguramente el personaje mejor construído en toda la trayectoria de Agrimbau, mano a mano con Daniel, de El Asco) se detiene y se convierte en un rebote que le permite zafar, mediante un deus ex machina. Que no resulta trucho ni incoherente, pero sí un poquito inverosímil. De todos modos, uno siente un cierto alivio cuando, después de tantas desgracias, el fletero y su familia logran arrimar al final feliz (además de la alegría de ver cómo Mandarina, el garca, termina peor de lo que imaginábamos).
Como en El Muertero Zabaletta, acá Quique tiene un ladero que enseguida se gana a los lectores: el Toti. En realidad, todos los secundarios están muy logrados. Hasta los malos tienen onda. Pero la dupla Quique-Toti genera los mejores momentos de la novela gráfica. Una novela bastante más extensa que las anteriores (El Muertero…, La Burbuja de Bertold y La Grande Toile), en la que Agrimbau se ve obligado a construir un relato más complejo, con más vericuetos, más peripecias y, por suerte, más espacio para el desarrollo de personajes y para la comedia costumbrista tipo Los Campanelli, pero en el Siglo XXII. Si nos ponemos en estrechas, se podía contar la misma historia sin situar la novela en el futuro y sin utilizar los elementos de ciencia-ficción. Pero este género es más viable comercialmente y, como ya vimos varias veces, Agrimbau sabe sacarle jugo y hacerlo jugar muy a favor de lo que nos quiere contar.
El otro ancho de espadas del guionista es el dibujante. Gabriel Ippóliti es una bestia inhumana que no me deja de sorprender. Acá cambia totalmente el registro respecto de La Burbuja de Bertold y La Grande Toile. Si antes nos recordaba a Juan Giménez o Enki Bilal, ahora la referencia obligada es Miguelanxo Prado (de hecho, el Toti ES un personaje de Prado). Ippóliti la rompe también con unos fondos devastadores, unas expresiones faciales perfectas, un trabajo de color formidable (lleno de texturas diferentes, con engamados que sintonizan y realzan magistralmente los distintos climas que propone el guión), una narrativa versátil y cristalina, y hasta un notable lucimiento en las escenas de acción, que ocupan un par de páginas más que en La Grande Toile. Otro laburo que reafirma el excelente momento de este genio rosarino.
Planeta Extra es otra gran argentinada creada para lectores europeos por dos autores locales que se entienden a la perfección, que se divierten y que demuestran que, incluso cambiando de género y de registro respecto de sus greatest hits, pueden crear excelentes historias, que no sólo entretienen, sino que tienen algo más para decir. Si esto no se edita pronto en nuestro país, tendremos que convencernos de que el tumor fecal que habita en el cerebro de nuestros editores ha cobrado dimensiones realmente colosales y el deterioro ya es imposible de revertir.
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martes, 29 de junio de 2010
29/ 06: DOMINIC FORTUNE
Hoy dice presente otro de los autores que hace añares están allá arriba, uno de esos a los que les compro cualquier garcha que hagan, el glorioso Howard Chaykin. Este tomo recopila su reciente miniserie para el sello Max (de Marvel), más algunas papitas extra, a saber: la historia corta de 1975 en la que aparece por primera vez el personaje (y donde vemos a Chaykin dominar el blanco y negro y las aguadas, mientras busca su estilo definitivo), una de 1980 en la que Dominic interactúa con el Universo Marvel y Chaykin entrega tenues bocetos a los que Terry Austin les dará su look personal (más cerca de John Byrne o Paul Smith que de Chaykin) y una saga hecha para el sitio web de Marvel, escrita por Dean Motter y dibujada por Greg Scott, que integra de modo férreo a Fortune con el Universo Marvel y que está lleno de referencias a Iron Man, Black Panther, el Dr. Doom, Red Skull y Ka-Zar, entre otros coñemus cuyos padres eran adultos a fines de la década del ´30. Esta historia se pasa un poquito de geek (quiere ser Starman de James Robinson, pero se va de mambo) y está dibujada por un clon defectuoso de Charlie Adlard o Michael Gaydos. No es espantosa, pero no aporta mucho más que esos toques de retro-continuidad que los guionistas posteriores se esforzarán por olvidar.
Y como el libro presenta las historias en orden temporal (no en el que fueron creadas ni publicadas), abre con la más reciente, que es esta saga de casi 90 páginas escrita y dibujada por Howard Chaykin. Al lucir el sellito Max, está la posibilidad de sumar sangre, desnudos y puteadas… o sea, de que esto se convierta en un verdadero comic de Chaykin. El ídolo ambienta la historia en su década favorita, más precisamente en 1936. Como en aquel Elseworlds de Batman, la Segunda Guerra Mundial se está cocinando a fuego lento y, de a poco, los poderosos del mundo empiezan a tomar partido en una trama que por ahora es casi una partida de ajedrez y que se va a poner heavy unos años después. Chaykin maneja a la perfección la época, y además es un maestro para la sutileza: en sus historias siempre hay poderosos que rosquean, especulan, se traicionan y se empoman (en sentidos figurado Y literal) los unos a los otros.
En este contexto se inserta Dominic Fortune, el típico héroe chaykinesco: el atlético, seductor y poco altruista muchacho judío, que mitad para sobrevivir y mitad por mala suerte va a terminar liderando una revolución, o salvando al mundo de una masacre, o algo así. Ya lo vimos mil veces, pero Chaykin lo hace tan bien, que da gusto. Además de la machaca (que es poca, muy bien dosificada) y la intriga palaciega, la Ecuación Chaykin incluye también un misterio (muy logrado y bien resuelto) y la comedia, acá con mucho protagonismo, gracias a un trío de actores ya maduros de la época esplendorosa de Hollywood, a los que Fortune lleva a pasear por medio mundo y que se meten (y lo meten) en los despelotes y los excesos más escandalosos. Entre las bromas de los borrachines regadas de sexo y alcohol y el ajustado retrato de la época, Chaykin se las arregla para hablar en serio sobre el fascismo y el anti-semitismo y de cómo eso va más allá de los nazis (que por supuesto están del lado de los malos) y –como el lector sabe del holocausto que se está por venir- el tema resuena con mucha fuerza.
¿Qué diferencia a esto de una saguita de American Century? Sólo el hecho de que dibuja el propio Chaykin, obviamente con su personalísima narrativa (los primeros planos metidos dentro de cuadros grandes, etc.), sus femmes fatales y sus muchachos cachetones, de cejas irregulares. Pero claro, esa diferencia alcanza y sobra para convertir a un comic del montón en un comic imprescindible, porque Chaykin dibuja cada vez mejor. Encima acá lo complementa a la perfección el colorista Edgar Delgado, que no será Richard Ory ni Steve Oliff, pero entiende como pocos lo que Chaykin está planteando desde el dibujo y acierta no sólo en cada personaje, cada vestido y cada fondo, sino incluso en el clima general que engloba a toda la saga. Visualmente esta es una golosina irresistible, un alfajor Cachafaz de papel y tinta. Y como el guión se la re-banca, ¿para qué te vas a resistir?
lunes, 28 de junio de 2010
28/ 06: MW
A ver… si yo te digo que leí un comic donde lo más parecido a un héroe es un cura homosexual que cuando era joven perteneció a una pandilla de criminales y abusó de un nene de 11 años… nos fuimos a la mierda desde temprano, ¿no?
Pero pará, que todavía no te conté quién es el villano: el nene de 11 años abusado por el cura crece y se convierte en una especie de genio del mal: estafador, violador, secuestrador, asesino y con una meta: cometer un genocidio. Pero primero, tiene que hacerle pagar por su crimen a otros casi tan jodidos como él. Aquella noche en la que el luego sacerdote Garai lo poseyó en una cueva, un gas letal se expandió sobre la isla Okino Mafune y liquidó en pocas horas a sus 800 habitantes. Claro que esto jamás salió a la luz, gracias a una compleja trama de coimas, favores políticos e impunidad urdida por importantes políticos japoneses y las fuerzas militares yankis, de cuya base salió el gas conocido como MW. Protegidos por la cueva, Garai y el entonces niño Michio Yuki zafaron de morir fulminados, pero Yuki vio su sistema nervioso seriamente afectado. Desde entonces, no sólo sabe que se va a morir joven: también perdió todo reparo, ética o conciencia a la hora de ejecutar sus planes y a la vez ganó un amante que –prolijamente manipulado- se convertirá casi a su pesar en el cómplice de sus mefistofélicos planes.
Las maldades que hace Yuki en estas casi 600 páginas no tienen límites. Muchas veces disfrazado de mujer (su familia le dio a Japón varios notables actores de kabuki), este joven apuesto y de modales afeminados comete las tropelías más aberrantes, en una escalada que lo lleva no sólo a arruinarle la vida a los responsables de la masacre del gas MW, sino también a muchísimos inocentes y por supuesto, al padre Garai que de inocente tenía poco al empezar la historia y cuya búsqueda de la redención llega mal y tarde, como casi todo.
A todo esto, no te dije quién es el autor de esta historieta. Por ahí los nombres de los personajes te dieron una pista. No es Garth Ennis, ni Brian Azzarello, ni Warren Ellis, ni ningún otro prócer de la mala leche nacido en Occidente. Todas estas atrocidades nacieron de la mente privilegiada del Manga no Kamisama. Sí señor, el mismísimo Osamu Tezuka. El de Astroboy, la Princesa Caballero y Kimba. Ese señor bueno, que hacía manga para chicos en los ´50 y ´60, a principios de los ´70 pegó un giro brutal y entre 1976 y 1978 serializó en las páginas de Biggu Komikku esta obra maestra de la crueldad, que debe su nombre al mortífero gas que acabó con todos los isleños de Okino Mafune.
Acá el Manga no Kamisama le juega todas las fichas al guión. No esperes un dibujo tan sofisticado como el de Adolf, ni los majestuosos experimentos narrativos y expresivos de Oda a Kirihito. La faz gráfica cumple sobradamente, pero se propone apenas acompañar al guión. Hay escenas gloriosas, páginas de alto vuelo expresivo, paisajes fastuosos dignos de Jiro Taniguchi, pero el impacto no pasa tanto por ahí.
Lo grosso de MW es sin dudas el guión, esa trama compleja y cautivante que urde Tezuka en torno a Michio Yuki y su magistral plan para asesinar a millones de personas. El desfile de personajes es intenso, variado y rico en caracterización. Incluso algunos tercerones están muy, pero muy bien trabajados y definidos, como para que cada nueva víctima que se cobra Yuki cause un verdadero escozor en el lector. De los “actores” que suelen aparecer en diversos roles en las distintas obras de Tezuka, el único que tiene un rol (bastante secundario) en MW es Shunsaku Ban, el viejo y querido "Mostacho", que interpreta a un nativo de Okino Mafune que zafó de la masacre por estar de viaje y al que le pagaron por no recordar nada.
Atravesado de punta a punta por un dilema moral, incómodo como tampón de virulana, MW es un manga perfecto. Un erótico, trágico y perturbador canto a la depravación Una de las gemas insuperables que nos obsequió el Manga no Kamisama en su etapa de madurez, cuando se volcó a los temas más reales, jodidos y hasta peligrosos. Está publicado en castellano por Planeta-DeAgostini y en inglés por Vertical, como para que nadie se quede afuera.
domingo, 27 de junio de 2010
27/ 06: CROSSING THE EMPTY QUARTER
Algún día nos terminaremos de dar cuenta de la real importancia que tuvo y tiene Carol Swain en la escena del comic británico independiente. Swain es algo así como la Siouxsie & the Banshees del comic: una mina que desde el under, sin estridencias, sin pegar jamás un mega-hitazo (lo más parecido a un hit fue cuando ofició de colorista en Skin, la novela maldita de Peter Milligan y Brendan McCarthy), resultó capaz de imponer un estilo, bancarlo, hacerlo evolucionar y además ganarse la lealtad incondicional no sólo de la crítica, sino también de colegas de la talla de Alan Moore, Oscar Zárate y los mencionados Milligan y McCarthy.
Admirada a muerte por su generación y por la posterior (para que se ubiquen mejor, Swain hoy tiene 48 años), la historietas de esta autora poblaron durante años las páginas de las más variadas antologías de comic indie, para luego reaparecer recopiladas en comic-books llamados Way Out Strips (un título que pasó por varias editoriales a ambos lados del Atlántico), y finalmente en este voluminoso y lujoso tomo de Dark Horse, donde podemos repasar casi 40 historietas autoconclusivas realizadas por Swain entre 1988 y 2009. El libro nos ofrece la irresistible posibilidad de ser testigos de la evolución de la autora a lo largo de más de 20 años y la verdad es que Swain evoluciona, pero no mucho. Lo cual es lógico, porque arrancó en un nivel muy alto.
Hay una mejora, por supuesto, y se ve sobre todo en el dibujo. Con los años, Swain deja de jugarse a esas angulaciones extremas y muy forzadas, en las que a veces los personajes le quedaban en poses casi imposibles de dibujar. Y además logró definir un trazo propio, una textura personal y original que le imprime al lápiz, a la tinta y –en sus trabajos más recientes- también al color. Se parece un poquito a lo que hacía Oscar Zárate en los ´80, es cierto. Pero vos ves una viñeta de Carol Swain y al toque sabés que es de Carol Swain y que no puede ser de nadie más.
En los guiones, en cambio, el estilo Swain permanece inalterable. Si nunca leíste comics de Swain, hacé de cuenta que estás leyendo a una cruza entre Adrian Tomine y Neil Gaiman. Las historias son chiquitas, intimistas, arrancan y se acaban en los momentos menos esperados (como en Tomine), pero además muchas veces se filtra el realismo mágico que Gaiman introdujo con tan buen olfato en la historieta británica, a veces con cierta ironía, a veces coqueteando con el absurdo y a veces para darle a la historia un notable vuelo poético. Pero hay más: hay autobiografía, hay un comic 100% de denuncia (que explica cómo George W. Bush se afanó la elección que lo llevó a la presidencia en 2000) y hay alguna fumariola en la que el absurdo le gana al guión y termina siendo una… nada.
Los diálogos de Swain son precisos, a veces casi cortantes, otras veces hace la Gran Muñoz/ Sampayo y reproduce cachitos de diálogos entre personajes que aparecen en el fondo y que no tienen nada que ver con la trama, pero siempre se nota un oído agudo, atento a las distintas formas del habla con las que se expresan los viejos, los pibes de clase baja, los yankis, los intelectualitos… Swain presta MUCHA atención a los detalles, pero no hace gala, no se florea. Toma lo que le sirve y trata de construir algo sólido con lo indispensable. Su historieta es por momentos austera, despojada, pero no por eso menos elaborada. De hecho, su dibujo es un dibujo de alguien que se mata en cada viñeta, en cada fondo y cada sombreado, y su narrativa, ajustada y repleta de variantes, no deja recursos sin utilizar.
Poco editada en castellano, Carol Swain es una autora muy original, muy grossa, que sabe lo que hace y que construye en silencio (elemento importante en sus historietas) una obra que, si te gusta el comic alternativo, te va a llegar con mucha fuerza.
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sábado, 26 de junio de 2010
26/ 06: GLACIAL PERIOD
Nicolas De Crécy, uno de los genios definitivos del Noveno Arte, ese dibujante francés al que tantos, pero tantos colegas suyos tratan de parecerse, tiene –por suerte- mucha obra editada en castellano, y hasta una historieta editada en Argentina, el n°5 de la inolvidable antología Suda Mery K. Pero acá lo conocen sólo los dibujantes, que lo estudian para tratar de clonarlo con mayor precisión.
La principal virtud de las miles que tiene De Crécy es que nunca se queda quieto. Podría haber robado toda la vida con el estilo que nos volatilizó el bocho en Foligatto (esa mezcla perfecta entre Mattotti, Muñoz y Boucq) y sin embargo, empezó a buscar por otros rumbos. En León La Came sigue fuerte la influencia de Muñoz, pero el tratamiento del color ahora remite a Miguelanxo Prado, y la línea vira hacia el estilo del pintor Egon Schiele y los historietistas que lo siguen (Kristiansen, Abranchis, etc.). Y para cuando aparecen Salvatore y Période Glaciale (Glacial Period en la edición yanki de NBM, que es la que nos compramos los crotos como yo), nada de eso queda en pie, porque cambia tanto la línea como la forma de encarar el color.
Période Glaciale, de 2005, fue realizada a pedido del Museo del Louvre y contiene un montón de elementos que reaparecen todo el tiempo en la obra de De Crécy: el absurdo, el huequito por donde se cuela el descontrol y tira todo a la mierda, la anti-lógica en la que casi cualquier cosa puede pasar, y todo teñido por una mirada pesimista, en un punto lacónica. A pesar del absurdo que lo caracteriza, De Crécy nunca deja de tirar centros al área para que los cabecee el desconsuelo, la amargura, o la resignación.
Période Glaciale se enrola en la gloriosa tradición del post-apocalipsis, aquel género tan ochentoso, en una nueva era glacial en la que un grupo de arqueólogos desentierra los tesoros del célebre museo parisino. Si te gustan las artes plásticas, se disfruta el triple. Y si no, el absurdo y la sensación de derrota que impregnan esta bizarra epopeya, sumados a las maravillas del dibujo, harán que te cebes igual.
Por ahí, si buscás su biografía en la web, te preguntarás cómo es que De llegó a levantar una lista tan larga de premios, y por qué los críticos no nos cansamos de hablar de su fastuoso tratamiento de la línea y el color. Bueno, en Glacial Period todo eso queda clarísimo. El dibujo es perfecto, la paleta de colores apagada y sobria, la narrativa ajustada, para resaltar la pequeñez de lo que se nos narra, el guión filoso, en la cornisa entre el disparate y la mala leche (un registro que me recuerda al Patito Saubón de Carlos Nine), un intento de aventura encarado por personajes demasiado losers como para llegar a levantar un vuelo épico y, por si faltara algo, algún toque de ternura y muchas referencias a los grandes de la pintura clásica.
Te propongo un ejercicio medio limado: Cuando leas El Gran Lienzo (podés buscar la reseña, titulada La Grande Toile), jugate y leete también Période Glaciale. Son obras primas (“hermanas” sería mucho), en las que un montón de elementos similares se combinan de modo muy, pero muy diferente. El contrapunto seguro te va a resultar interesante, y si no, igual te vas a haber encontrado con la magia inimitable de Nicolas De Crécy, y de eso sí que no te vas a arrepentir nunca en tu fuckin´vida.
viernes, 25 de junio de 2010
25/ 06: THE GOON Vol.0
Llevaba años queriendo leer The Goon y nunca había pasado de una historia corta en una antología de Dark Horse. Puesto a empezar, me jugué a empezar de cero, en el tomito que recopila los tres números de la primera serie de The Goon, publicados en 1999 por una editorial de Primera C que obviamente ya no existe. Para la nueva edición en Dark Horse se agregaron textos, bocetos e ilustraciones, así que se armó un pack atractivo incluso para el que seguía a Eric Powell desde que comía banco de suplentes en las divisiones inferiores.
El personaje está muy bueno: es una mezcla entre Hellboy y Cazador. O sea que hay violencia, destripamientos, puteadas, mala leche y demás atrocidades cazadoriles, pero además hay un cuidado por los climas, por respetar (en la medida de lo posible) ciertos códigos que tienen que ver con el género del terror, más algunos elementos del policial negro, como si de a ratos ese amalgam Cazador/ Hellboy sumara también a Marv, el grandote heavy de Sin City. Frankie, el amigo del Goon también es un personaje muy rico, con matices muy interesantes. Y los villanos, apenitas. Salvo el Zombie Priest, el resto son apenas obstáculos a los que el Goon caga a trompadas o mutila.
Los guiones de estas tres historias son bastante limitados, aunque los que leyeron los tomos posteriores afirman que después Powell levanta muchísimo el listón. Acá casi todo pasa por la machaca, el gore y algunos chistes de humor negro. Ni siquiera los zombies están planteados como la típica amenaza que vemos en las pelis de zombies, sino que actúan más como bandas mafiosas. Son zombies como podrían ser barrabravas o chimpancés. En ese sentido, no son pocas las similitudes con Johnny Caronte, la historieta de Tony Sandoval que vimos hace un tiempo.
El primer giro interesante llega en el tercer episodio, cuando Powell nos retrotrae a los años mozos del protagonista, y narra en un magnífico flashback el origen de la relación entre el Goon y Labrazio, el único capo-mafia que le hace el aguante al Zombie Priest. Acá se nos presenta a varios personajes muy bien definidos, y además a un Goon distinto, no sólo más pendejo, sino también con motivaciones y sentimientos mucho más humanos. Ahí está la primera pista de que Powell tiene con qué ir más allá de la clásica fórmula del “muchachón pulenta que reparte piñas, hachazos o balazos entre todos los pelotudos que se le pongan adelante”. Pero esa compleja relación entre el protagonista y el jefe mafioso no se llega a esclarecer, ni mucho menos a resolver, en este tomo. Habrá que esperar al siguiente, a ver qué onda, pero con mucha fe, porque las últimas secuencias de este libro son, sin duda, las mejores.
Por el lado del dibujo, la evolución de Powell también es notable. Empieza como un clon muy correcto de los próceres de la E.C. (básicamente, Jack Davis, Wally Wood y Bill Elder), pero con el correr de las páginas suma mignolismos, yeites narrativos típicos de las historietas en joda de Keith Giffen, y ya en el último episodio, en aquella secuencia de flashback, pela animaladas dignas de Will Eisner o Berni Wrightson. Ese tramo, coloreado directamente sobre los lápices de Powell, dejan clarisimo que estamos frente a un dibujante con un talento inusual. Un monstruo que todavía estaba lejos de su nivel actual, pero que ya daba cátedra de historieta. Un dato no menor es que el colorista que interpreta a la perfección a Powell no es otro que Dave Stewart, ese Rey Midas del photoshop que le da su toque de magia y calidad a todos los hits de la editorial del caballito. Así cualquiera, no?
The Goon arrancó bien, con unos dibujos alucinantes que mejoran número a número y unos guiones al principio un poquito obvios, pero que para el final de este tomo ya empezaban a levantar temperatura. Y esto es sólo el principio, el embrión, el boceto de lo que la serie va a ser más adelante. O por lo menos eso prometen el prólogo de Powell, y los críticos a los que sigo en la web, y mis amigos que ya leyeron varios tomos. ¿Y quién soy yo para no creerles?
jueves, 24 de junio de 2010
24/ 06: LOS TRABAJOS DEL AGUA
Después de la hiper-recomendable antología Traición, LocoRabia reincide en este terreno con un nuevo recopilatorio de historias cortas, esta vez bajo la coordinación de Alberto Abeliza.
Y no, lamentablemente Los Trabajos del Agua no se acerca al gran nivel que vimos en Traición. En principio, porque no hay una consigna. No hay un tema englobador en torno al que giran todas las historias. Pero eso sería lo de menos si hubiera grandes historias. El verdadero problema de Los Trabajos del Agua son los guiones, o en realidad los no-guiones.
Abeliza, que es el autor que más historietas publica en la antología, es un verdadero virtuoso del dibujo, un tipo que te puede dejar horas mirando un dibujo suyo, un vanguardista absoluto, con una concepción totalmente original de lo que es una página de historieta. Pero no tiene nada para contar. Nos colgamos viendo una danza de formas y fondos, muy atractiva en lo formal, pero con cero aporte para quien quiere leer una historieta con algo así como un guión.
La onda de pasarse de vanguardista y terminar ofreciendo un puñado de páginas con hermosos dibujos y nada para contar va mucho más allá de Abeliza. Caio Di Lorenzo, un autor dueño de un humor atípico y de un estilo impactante, acá opta por dibujarse la vida, pero renuncia al chiste, o aunque sea al guiño cómplice al lector que tan bien maneja. Berliac, uno de los grandes de la generación que se está afianzando justo ahora, ilustra un texto de Sofía Berge con sugestivas y potentes imágenes… que no cuentan nada interesante. Gustavo Deveze (otro dibujante del carajo) tampoco se pone las pilas para proponer un relato coherente.
Keki Unpuntito intenta llevar adelante un guión más o menos normal, pero se queda en las buenas intenciones. De los autores que escriben y dibujan, el que mejores resultados obtiene es Martín Suárez Lerra, con su desopilante y cuasi-onírica No Signal. Acá vemos cómo, sin alejarse de la estética under y la temática experimental, se puede crear una historieta sólida, bien contada y con algo para decir.
El único guionista que interviene en la antología es Alejandro Farías, y de sus tres aportes, dos salvan las papas: sus historietas junto a Natalia Medrano y Guillermo Lizarzuay son probablemente las más equilibradas del libro, con dibujos interesantes que sustentan a un guión coherente y bien elaborado. Lo cual no es fácil en el segundo caso, ya que los textos de la historieta están tomados de un poema de Juan Gelman. ¿Se puede hacer una buena historieta de dos páginas a partir de un poema? Y, sí. Farías y Lizarzuay lo hicieron. La tercera aparición de Farías, junto al propio Abeliza, es otra fumariola que no suma ni resta (la típica discusión entre el autor y el personaje) y el resto, o no tiene nada para rescatar, o entra en la regla general de “excelente dibujante sin nada para contar, o sin un manejo idóneo de las posibilidades narrativas del dibujo”.
Los Trabajos del Agua, entonces, se puede mirar como catálogo de autores raros, experimentales, difíciles de encasillar, y visto así, seguro te va a servir para disfrutar de los trabajos de muchos buenos dibujantes no muy conocidos. Pero no le pidas guiones grossos, o historias memorables, ni mucho menos desarrollo de personajes, porque la cosa va claramente para otro lado.
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miércoles, 23 de junio de 2010
23/ 06: GARAGE BAND
Yo sigo firme en mi grasada de leer comic europeo en edición yanki, pero creeme que con lo que me ahorro me compro más libros para que nunca falte material reseñable en el blog…
Esta vez me toca meterme con uno de los verdaderos genios del comic actual, un autor italiano al que sus padres bautizaron Gianni Pacinotti, pero que es mundialmente conocido como Gipi. Además de historietista, Gipi es ilustrador, cineasta y docente en una facultad de Bellas Artes. Su obra más famosa es la archi-galardonada Appunti per una Storia di Guerra, que está publicada en castellano e inglés y cuya no-lectura te puede causar la formación de un tumor fecal en el cerebro y hasta convertirte en fan de Palomo Flogger.
Garage Band se publicó originalmente en Francia, con el título “Le Local”, como parte de una colección de novelas gráficas apuntadas al público juvenil. O sea, no esperes la mala leche ni la sordidez de Appunti… , aunque Gipi no renuncia ni al vuelo ni a la multiplicidad de elementos ricos para el análisis que peló en su obra maestra. La historia es un clásico slice of life, de esos que tanto abundan en el indie norteamericano: cuatro chicos de diecimuchos que tienen una banda acceden a un garage abandonado, que se convertirá en su propia sala de ensayo, el sueño del pibe para las bandas under. Justo cuando pinta un contacto con un ejecutivo de una discográfica, una consola se caga, un amplificador dice “basta” y el esfuerzo de Giuliano, Alberto, Stefano y Alex deja de pasar por lo musical para abocarse a conseguir con qué reemplazar esos equipos.
Como en Appunti… , Gipi hace gala de una notoria cancha para mostrarnos a estos cuatro chicos como personajes verosímiles, queribles, con verdadera carnadura humana. Las relaciones entre los cuatro y las de cada uno de ellos con su entorno familiar nutren al autor de los mejores momentos de la obra. Alex, el coleccionista de parafernalia nazi que vive con la mamá y la tía es –lejos- el personaje más trabajado, pero muchos de los mejores momentos se los roba Stefano, el impredecible e inescrupuloso cantante de la banda. Pero la química entre los cuatro es demoledora y (como en la fundamental Solanin, de Inio Asano) uno llega a compartir el sueño de los chicos, quiere verlos triunfar, incluso sin haber oído una sóla nota de lo que tocan. El final no te lo ves venir nunca y está pensado para sorprender y emocionar incluso a los lectores más curtidos en este subgénero de “jóvenes a la deriva”.
Pero por más que me haya gustado el guión, por más que haya “comprado” a la bandita cuyo nombre no se nos revela, todo empalidece frente al dibujo de Gipi. Este tipo es un dios del comic y hay que comprarse cualquier cosa que dibuje, sin preguntar de qué se trata o si está bueno el guión. A ese nivel te lo pongo. Visualmente, el estilo de Gipi nos remite a una especie de cruza entre Ben Katchor y Teddy Kristiansen, con unas acuarels majestuosas, unos edificios a la Nicolás De Crécy y detalles en los dibujos que nos recuerdan a un montón de grossos más, de Lorenzo Mattoti a Hinako Sugiura, sin renunciar en lo más mínimo a un estilo fuertemente personal y 100% reconocible. La narrativa de Gipi, en cambio, es 100% Hugo Pratt. Ajustada al milímetro, con diálogos y silencios igual de devastadores y climas que se te impregnan y te quedan para siempre. Acá tiene más espacio y nos cuenta una historia menos agobiante que en Appunti… , por eso tienen sentido las splash pages, e incluso tiene más sentido el ritmo pausado de la narración.
En Garage Band este monstruo imbatible nos invita a compartir unos meses en la vida de cuatro chicos muy, muy reales. A compartir también sus angustias, sus inseguridades, sus anhelos y –en el último tercio de la obra- sus dilemas morales. Con apenas alguna alusión al sexo, nada de droga y mucho rockanrol, Gipi construye una historia llena de matices, de excelentes personajes y de varios giros argumentales impredecibles y satisfactorios, como las buenas bandas under. Y por si faltara algo, lo dibuja todo tan, pero tan bien que cada viñeta es una delicia. U-na más, y no jodemos más!
martes, 22 de junio de 2010
22/ 06: ESSENTIAL DAREDEVIL Vol.5
Bueno, una de superhéroes se podía llegar a colar…
Decíamos la vez pasada que, después de aquella etapa de Gerry Conway como guionista de Daredevil, mucho más poblada de falencias que de elementos atractivos, Steve Gerber (sucesor de Conway) iba a tener que remar y mucho para levantar el nivel de una serie que ya no tenía demasiada razón de ser. Este tomo reúne prácticamente todos los episodios de Gerber y la verdad es que hay apenas chispazos, mínimas insinuaciones de que el bajón de Conway se puede llegar a superar.
Para empezar, tenemos un problema gravísimo, que son los dibujantes. Después de varios años firme junto al Cuernitos, acá el maestro Gene Colan aporta su magia en apenas cuatro episodios y todo el resto cae en manos de autores menores, principalmente Bob Brown (bien del montón) y Don Heck (decidamente horrendo cuando trataba de dibujar superhéroes). Brown no sólo choca contra sus propias limitaciones: también contra una incesante rotación de entintadores, entre ellos algunos realmente venenosos, como Frank Giacoia o el siempre temible Vince Colletta, que lo hacen duro de digerir. Recién en el último número de este Essential lo vemos bien entintado, cuando lo agarra un inspiradísimo Klaus Janson. El resto es más chato y predecible que el futbol que juegan las selecciones europeas en el Mundial, y sólo se puede aplaudir con ganas esas escasas intervenciones de Colan que, incluso a media máquina o con entintadores chotos, aporta su habitual jerarquía a la serie.
Steve Gerber escribe a Daredevil hasta el n°117. Empieza flojo, con una acumulación ridícula de villanos patéticos, involucrados en un complot del que también es parte el abogado que hace las veces de jefe de Matt Murdock en su estudio de San Francisco. Para rematarla, Gerber enlaza esta saga con la de Thanos y los demás personajes cósmicos de Titan (que aparecián en Iron Man, Avengers y otras series de Marvel) y acá vemos a Moondragon y al Captain Mar-Vell desfilar sin aportar demasiado. La siguiente saga larga, contra Nekra y el Mandrill, es atrapante y ambiciosa, ofrece algo más que la machaca insulsa contra el villano de turno, muestra un buen trabajo en los personajes secundarios (y en la estrella invitada, Shanna), pero no afecta demasiado a Matt y Natasha. O sea, se podría haber publicado en cualquier otra colección.
El siguiente arco de Gerber tiene como villanos al Gladiator y el Death-Stalker, como invitado a Man-Thing (creación del guionista) y como agregado a Candace, la hermana de Foggy Nelson. La siguiente historia (dos numeritos bastante aburridos contra The Owl) será la última de Gerber, quien deja a Daredevil lejos de San Francisco y a un paso de la ruptura con Black Widow. Le sigue una saga a cargo de Tony Isabella, con Foggy y la Viuda como co-protagonistas, con New York como marco y un absurdo combate contra las huestes de HYDRA como eje central. Nick Fury y sus adláteres también aparecen para tirar unos tiros, pero igual la mayoría de los villanos logra escaparse.
Y el Essential termina con los dos primeros números de la etapa de Marv Wolfman (124 y 125), que es donde vamos a ver un repunte más pronunciado. Esta primera historia es un homenaje a The Shadow y los personajes de los pulps, por eso Wolfman se zarpa con los bloques de texto, en un intento por recrear la atmósfera de aquellas novelitas de los años ´30, aunque con menos truculencia. Acá Natasha y Matt se separan para siempre y el abogado ciego se queda definitivamente en la Gran Manzana. La llegada de Klaus Janson, decíamos, también va a ser importante para afianzar esa mejora también en el aspecto visual de la serie, cuyo peor tramo quedó, por fin, atrás. Ahora sí, podemos esperar ansiosos el próximo Essential sin temor a que emita peligrosas radiaciones boñiguísticas, de esas que corroen libros, estanterías y –lo más grave- mentes.
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lunes, 21 de junio de 2010
21/ 06: LA TETERIA DEL OSO MALAYO
David Rubín es gallego de Galicia, más precisamente de Ourense, donde nació hace 33 años, en Octubre de 1977. Sus primeras historietas publicadas son muy difíciles de rastrear, porque aparecen en revistas y fanzines editadas en galego, el dialecto de su región. Muchas de ellas se reeditaron más tarde en portugués, pero no en castellano. Algunas revistas (todas de este siglo) en las que hay material suyo en castellano son Humo, Barsowia, BdBanda, Tos y, fundamentalmente, Dos Veces Breve. También tiene historietas en álbumes colectivos como Capital, Barsowia en Llamas y Nuestra Guerra Civil.
Pero lo grosso empieza en 2005, cuando Astiberri le publica El Circo del Desaliento, su primer álbum “solista”, que incluye una historia extensa (de 56 páginas) y varias más breves. La misma editorial publica en 2006 La Tetería del Oso Malayo, un compilado de historias cortas entrelazadas por personajes en común, algunas inéditas y otras ya publicadas en Dos Veces Breve. Ya desde 2005, empieza a arrasar en todas las entregas de premios y hoy es un autor indiscutido, al que veneran capos de la jerarquía de Max, Miguelanxo Prado, Carlos Portela y Enrique Ventura (si no conocés a ninguno, te llevaste Comic Español a marzo).
David Rubín dibuja como los dioses. Y mirá qué dioses: Bruce Timm, Fernando Calvi, Igort, José Muñoz, Teddy Kristiansen, Lorenzo Mattotti y Craig Thompson son apenas algunas de las deidades a las que Rubín les rinde tributo en sus dibujos. Pero además se le nota el amor por el Lone Wolf & Cub de Koike y Kojima, y por los dramas humanísimos de Tatsumi, y por las sagas superheroicas que se atreven a tratar a los héroes como gente, al estilo Astro City.
El resultado es Historieta Perfecta. Guiones ajustados donde no sobra nada; climas logrados a base de silencios, pausas y sutilezas varias; personajes creíbles y queribles (aunque para mi gusto, todos sufren demasiado), llenos de expresividad; un grafismo virtuoso que cada vez que estalla rompe todo; un manejo alucinante de las tramas y los grises; y como si todo fuera poco, la posibilidad de entrelazar historias con personajes recurrentes, para que el lector que las quiera consumir todas juntas pueda disfrutar también de la sensación de “universo” que tanto ceba a los fans de los superhéroes. Pocos autores jóvenes pueden mostrar una obra y un talento comparables a lo que ha mostrado Rubín en estos últimos años.
La Tetería del Oso Malayo recopila varias historietas cortas ya conocidas y además tiene un montón de material inédito. Todas las historias se entrelazan en torno a la tetería de Sigfrido, el oso malayo, una especie de asesor espiritual de los apesadumbrados personajes que desfilan por las ocho historietas del libro. La edición de Astiberri es MARAVILLOSA, con prólogos, dibujos adicionales, datos biográficos... son 184 páginas sin el más mínimo desperdicio. Sólo la secuencia de inicio (cuatro páginas que nos muestran al autor desde que se despierta hasta que empieza a trabajar) ya vale comprarse el libro. Está trabajada con complejos polípticos dignos del mejor Dave Sim, además de dibujada como la San Puta. Y de ahí en más, nos espera todo lo grosso que ya enumeré. El dibujante genial, el guionista infalible, el narrador hipnótico, el fan que no puede parar de rendirle tributo a sus ídolos, el universo donde hasta lo más limado parece coherente.
Si leés La Tetería del Oso Malayo y no te hacés fanático incondicional de Rubín, tal vez la historieta no sea lo tuyo.
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domingo, 20 de junio de 2010
20/ 06: DOCTOR 13: ARCHITECTURE AND MORTALITY
Y sí, a este siglo le faltaba un buen comic que hablara del comic. No, no me refiero a un texto teórico en formato de historieta, tipo Understanding Comics, sino a una buena metaficción, una aventura en la que uno de los elementos centrales pase por el hecho de que los personajes son eso: personajes ficticios, partícipes de una ficción pergeñada por un escritor. Como el Giuseppe Bergman de Milo Manara, la She-Hulk de John Byrne, o –el más notable de todos- el Animal Man de Grant Morrison.
Paradójicamente, esta excelente historieta se publicó en 2007 como complemento de otra espantosa: la saga del Spectre que encabezaba la miniserie Tales of the Unexpected. Por suerte después salió el TPB, como para no tener que comerse el garrón de tener esas revistas, ocupadas en un 60% por un comic pedorrísimo. Architecture and Mortality toma su nombre de Architecture and Morality, un disco de 1981 que puso a Orchestral Manouvres in the Dark (O.M.D., para los amigos) a la vanguardia de la corriente synth-pop del movimiento new wave. De hecho, los títulos de cada uno de los capítulos hacen referencia a nombres de canciones del rock/pop ochentoso.
Acá me encontré con el primer trabajo de Cliff Chiang que no me pareció desastroso. Era un dibujante que no me gustaba para nada, pero –sin dejar de ser un Michael Allred del Nacional B- acá lo descubrí más sólido, con más onda y a la altura de un desafío bastante importante, porque estamos hablando de un comic difícil de dibujar.
Racional y escéptico al mango, el Doctor Terrance Thirteen es un personaje de los años ´50 (ocasional contrafigura del Phantom Stranger) que desconfiaba sistemáticamente de los supustos fenómenos paranormales que involucraban a fantasmas y seres etéreos. Luego de miles de años en el freezer, regresó para esta saga, ahora rodeado de su hija Traci (una adolescente que, paradójicamente, tiene poderes sobrenaturales) y todo un rejunte de desclasados y marginetas cuasi-olvidados, como Infectious Lass (de la vieja Legión de Superhéroes), Captain Fear (de un comic de piratas), Anthro (el chico cavernícola), JEB Stuart (del Haunted Tank), un gorila nazi de la Primate Patrol, Genious Jones (un chiquilín de una historieta cómica de los ´40) y el vampiro Andrew Bennett, que tuvo su serial en House of Mystery a principios de los ´80.
Con el correr de las páginas, los personajes se dan cuenta de que son parte de un complejo universo ficcional, que está a punto de ser re-escrito por Los Arquitectos (que –oh, casualidad- tienen las caras de Geoff Johns, Greg Rucka, Mark Waid y Grant Morrison, los guionistas al frente de 52 y sus secuelas que desembocarían en Final Crisis). Y no tardan en deducir otra obviedad: en la nueva “realidad”no hay lugar para ninguno de ellos, excepto para Traci, porque “está buena”. Thirteen y sus rejuntados intentarán torcer su destino de olvido y oprobio retroactivo, en una aventura intensa, con mucha y muy buena interacción y con muchísima bajada de línea acerca de cómo las grandes editoriales manejan el tema de la continuidad, para un lado y para el otro, siempre tomándose a sí mismas demasiado en serio.
Y me guardé para el final el dato más bizarro, dentro de toda esta gran bola de bizarrez: el guionista es Brian Azzarello! De verdad! Azzarello, el as de la mala leche, el señor de la sordidez, cambia completamente de registro (aunque sin resignar su característica inteligencia) para hablar de cómo DC manosea, ningunea y viola a los personajes que él leía en su infancia. El guionista cruel, heavy y jodido, de pronto pide limosna, ruega piedad, para con estos personajes de cuarta, cuyo único pecado es estar enrolados en géneros a los que la editorial ya no les da bola. Es muy loco ver a Azzarello en ese lugar, como también es muy loco que esto se haya publicado, porque es un alegato contra los manejos de DC. Pero en vez de burlarse de lo bizarro, lo pasado de moda y lo que no encaja ni a ganchos con la reescritura “adulta” del DCU (como hacía Keith Giffen en los ´80 en las páginas de Ambush Bug), Azzarello propone buscar la posibilidad de reivindicar a estos personajes y estos géneros, simplemente porque de chico lo hicieron feliz. Y, coincidas o no con la postura del guionista, si te gusta el DCU, Architecture and Mortality te va a conmover, o por lo menos a entretener y a dejarte pensando un rato. No es poco.
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sábado, 19 de junio de 2010
19/ 06: MESMO DELIVERY
En mi habitual recorrida por la historieta reciente de los países hermanos, hoy recalo en Brasil, donde en 2006 apareció un nuevo genio del Noveno Arte, una bestia salvaje, un monstruo que arrancó con los tapones de punta decidido a patear el tablero, o –en términos mundialistas- a cambiare le régole del gioco.
Ese nuevo genio es Rafael Grampá, gaúcho de Rio Grande do Sul y dueño de un estilo en el que se encuentran Geoff Darrow, los cartoons de los hermanos Fleischer, Dave Cooper y Frank Quitely, y entre todos arman una orgía lisérgica y descontrolada, de esas que pueden terminar en cualquier cosa. El dibujo de Grampá es virtuosismo puro, es impacto, es hipnosis, es una droga que genera adicción. Además es absolutamente personal y reconocible, el tipo no juega a ser otro, ni a ganarse al comiquero de larga data con guiños a los autores que nos gustan a todos. Paralelamente, se le nota mucho el gusto por el cine, especialmente por Quentin Tarantino, sobre todo en esos climas tensos, donde lo que está pasando es demasiado bizarro como para que nos incomodemos tanto, y sin embargo nos asfixia con sólo mostrarnos sutiles silencios, en los que los personajes no hacen mucho más que mirarse entre ellos y cuchichear con el de al lado.
Como si esto fuera poco, en Mesmo Delivery queda claro que Grampá es también un muy buen guionista, capaz de meternos de lleno en la trama, con personajes magistralmente construídos (Rufo y Sangrecco, dos ídolos instantáneos), buenos diálogos y un marco de misterio e intriga casi sobrenatural que hace mucho más extremo y shockeante el estallido de la violencia.
Porque seguramente lo que te va a quitar el aliento cuando leas Mesmo Delivery va a ser primero el estilo gráfico, pero después la violencia. Preparate para ver las trompadas más devastadoras, las caídas más estrepitosas y las mutilaciones más explícitas en mucho tiempo. Creo que hasta los comics más sacados de Simon Bisley se quedan cortos al lado del despliegue de sangre y violencia que nos propone Grampá. Y lo mejor es que no es revulsiva, es una violencia tipo Looney Tunes (bue, con un par de hectolitros más de sangre), que nos mueve más a la risa o a la sorpresa que al escozor.
Otra áerea en la que Grampá se mueve con una solvencia pasmosa es en la planificación de las secuencias. El ritmo del relato está perfectamente orquestado, con los pasajes más tranqui mechados en los momentos justos y desplegados en páginas de muchos cuadros, o de pocos cuadros pero todos iguales, y la machaca volcada a lo bestia en páginas alocadas, estridentes y llenas de hallazgos, como ese plano de detalle de una boca abierta, en la que vemos cómo entra un filo de cuchillo por atrás, cómo atraviesa la garganta y cómo se desliza hasta que la cabeza se separa del cuello y cae al piso. Impresionante de verdad.
Verdadero comic de autor, realizado por Grampá sin pensar en publicarlo, sino en cagarse de risa un rato, Mesmo Delivery se publicó originalmente en simultáneo, en Brasil y EEUU. Pero esas ediciones (fallidas en la reproducción de la magnífica paleta de Grampá y de algunos de sus trazos más detallados) se agotaron enseguida y hoy son una especie de leyenda urbana. Por suerte este año apareció Dark Horse, que reeditó la obra en un tomo de excelente factura, que incluye un montón de bocetos de Grampá (que también muestran unas cuantas genialidades) y pin-ups de capos como Mike Allred, Craig Thompson o Eduardo Risso. O sea que, si te decidís a comprar Mesmo Delivery, no dejes de optar por la editorial del caballito.
Y bueno, de la noche a la mañana, Rafael Grampá se convirtió en un autor fundamental, al que hay que seguir MUY de cerca. Ya ganó un Eisner, ya lo ovacionó la crítica en todos los países donde se publicó su obra, ya nos hizo alucinar a los fans de Hellblazer con una historia corta en el mítico n°250, ya metió mano en un numerito de Daredevil y ya dijo que ni en pedo se prende a dibujar comics con periodicidad mensual para el mercado yanki. O sea que tiene todo para seguir creciendo y convertirse en un Número Uno a nivel mundial. Jogo MUITO bonito.
viernes, 18 de junio de 2010
18/ 06: TANK GIRL Vol.1
Estamos en 1988 y Jamie Hewlett era un dibujante prácticamente desconocido, que no se imaginaba ni en sus peores noches de drogas y alcohol que se iba a hacer millonario cuando creara junto a Damon Albarn nada menos que a Gorillaz. Surgido del under y con mucho tiempo al pedo, mucha birra encima y mucho rock en su pasacasette, se juntó con su amigo, el también dibujante luego devenido guionista Alan Martin, y entre los dos le dieron forma a una historieta protagonizada por Tank Girl, una chica que había aparecido una sóla vez, en una ilustración que había hecho Hewlett para un fanzine. La historieta de Tank Girl se publicó en 1989, en el primer número de la antología Deadline, y el resto es historia. Durante los primeros años ´90, la creación de Hewlett y Martin se convirtió en ícono del comic alternativo británico, transcendió las fronteras del Reino Unido y aspiró a convertirse en nuevo ícono del comic a nivel global, un plan maestro que casi se concreta, de no ser por un largometraje nefasto que, en 1995 convirtió a hordas de fans de Tank Girl en hordas de ex-fans de Tank Girl.
Para festejar los 20 años de Tank Girl, en 2009 la editorial Titan recopiló en cinco tomos todas las historietas de la explosiva anti-heroína, remasterizadas, contextualizadas y a veces hasta explicadas por Alan Martin, que nunca tuvo otro hit, pero vive de las glorias logradas. Para estas ediciones, Martin rescató del olvido viejas ilustraciones, pin-ups, dibujos para remeras y postales, afiches para bandas, todo lo que alguna vez él y Hewlett crearon con Tank Girl.
Pero más allá del indiscutible valor histórico, este material tiene un gran valor artístico. Tank Girl es una serie rupturista, de vanguardia, para la cual muchos fans de aquel entonces no estaban preparados. No era Lobo con tetas, no era un clon del Judge Dredd en el desierto australiano. Esto era algo nuevo, un desafío. Las historias no son para cualquiera, ni vienen pre-digeridas. Como están hechas en joda, muchas veces no tienen sentido, o pegan volantazos inexplicables a la mitad del desarrollo. La sobrecarga de detalles en el dibujo (herencia de Kevin O´Neill, ídolo de Hewlett) aporta una hermosa confusión, al igual que los cartelitos, los cachitos de letras de canciones (Martin y Hewlett se mataban con The Smiths, entre otros próceres del rock/pop británico), las frases pelotudas, o directamente las puteadas metidas en cualquier rincón de cualquier viñeta. Todo contribuye a que la historieta parezca desprolija, bardera, despelotada, como un recital de una banda under en un galponardo lleno de borrachines.
Entre el kilombo, los tiros, los misilazos y la sangre, Hewlett y Martin se las rebuscaron para que Tank Girl, sus amigos y sus amantes, hablaran de la discriminación, de la violencia, de cómo a los poderosos les conviene que el ignorante lo sea de por vida, de sexo, drogas y rockanrol. O sea que se podía entretener a la muchachada cuasi-nihilista de la Inglaterra posmoderna y aún así, deslizar ironías y cinismos bastante finolis.
Y además acá vemos evolucionar al dibujo de Hewlett, que empieza muy tributario de Brett Ewins y Brendan McCarthy y termina en algo muy, muy novedoso, donde se ven resabios de Kevin O´Neill y de Jaime Hernández, pero donde claramente nace una estética nueva, a la que volveremos a ver miles de veces, en decenas de dibujantes británicos, italianos, españoles… muchísimos autores que, detrás de la narrativa medio caótica y sobrecargada de Hewlett, vieron a un artista original, potente, virtuoso y sobre todo inquieto, en constante evolución, que hoy miraba a los dibujantes de la 2000 A.D., mañana a Katsuhiro Otomo y pasado a Carlos Meglia o Peter Bagge y de todos sacaba algo grosso para mejorar.
O sea que aunque no te interese demasiado la historia de una chica ordinaria como inodoro de portland, fanática del armamento de grueso calibre, la cerveza y las pastillas, que vive en el outback, se caga en la moda y sale con un canguro mutante, igual es muy probable que, con sólo hojear el libro, te hagas fan de por vida de esa bestia asesina e inconmensurable conocida como Jamie Hewlett. Si además te interesa saber en qué andaba la contracultura británica en los años finales del prolongado y aciago gobierno de Margaret Thatcher, acá tenés un testimonio vibrante, visceral y absolutamente esclarecedor.
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jueves, 17 de junio de 2010
17/ 06: GOGO MONSTER
Sigo cebado con autores raros, vanguardistas, transgresores, generales del ejército que derrota en cada batalla al “Más de lo Mismo”. Y esta vez me toca meterme con uno de los mangakas más increíbles de todos los tiempos, el siempre complejo Taiyo Matsumoto, conocido en todo el mundo por la inolvidable Tekkonkinkreet.
Matsumoto es raro de verdad. Su ritmo narrativo es inexorablemente japonés, con unas pausas y una pachorra que exasperarían al mismísimo Jiro Taniguchi. Pero su dibujo no. No se parece al de ningún otro autor nipón. Y así como en Tekkonkinkreet o en Blue Spring se veía fuerte la influencia de Moebius y José Muñoz, acá se ve mucho más Nicolás DeCrécy, o Frederic Boilet. En suma, hay un look europeo en la superficie del trabajo de Matsumoto, que lo hace ganchero para el lector de ese tipo de comic, de impronta más adulta y autoral.
GoGo Monster, como los peores mangas huecos y pochocleros, transcurre en una escuela, pero esta es una escuela primaria, o sea que no hay quinceañeras sexies brindando el fan service con el que se entretienen los losers incapaces de seguir un argumento mínimamente elaborado. El protagonista es Yuki Tachibana, el rarito, el marginado, el ninguneado por sus compañeros de segundo grado, el que vive en una nube de pedos, en su propio mundo. La gracia está en que ese mundo fantástico, poblado por pesadillescas criaturas, parece intersectar con el nuestro precisamente en la escuela (de hecho, casi no hay escenas fuera de la misma). Yuki cuenta lo que ve, vaticina lo que se viene, pero en vez de la paranoia obtiene la burla de los otros alumnos.
El niño-genio IQ (más chapita que Yuki, si se quiere) y el más normal Makoto son los únicos que interactúan con Yuki, más que nada por curiosidad, para enterarse si este pibe está loco, o si realmente existe en la escuela la amenaza de una horda de seres sobrenaturales. Ni ellos ni Ganz, el ordenanza y jardinero de la escuela, parecen involucrarse demasiado con el relato que hace Yuki de lo que ve “del otro lado”, pero los tres le siguen la corriente y le brindan una cierta contención.
El resto de los alumnos sólo aparece para sumar confusión, son ruidos de fondo, como el perro, como los aviones (que pueden ser o no una pista importante en el misterio), como esos diálogos truncos e inconexos que aparecen en las historietas de Muñoz y Sampayo, que no corresponden a ningún personaje importante. Entre todos esos, hay uno alucinante: un pibe que manda “Me quise tirar un pedo, pero me salió un sorete”, en la pileta de natación.
GoGo Monster es 100% realismo mágico y, lógicamente, está plagado de simbolismos y metáforas: el cuarto piso de la escuela pareciera ser el aguantadero de los monstruos. El conejo blanco -cuya pureza se resalta- es el único que se escapa del corral. Los aviones vuelan demasiado bajo. El chico-genio sólo interactúa con otros si puede cubrir su cabeza con una caja de cartón. Flores que deberían crecer en verano crecen en invierno. Y en el climax, cuando Yuki se aventura en la oscuridad del “otro lado”, Matsumoto opta por no explicar, por sugerir, por dejar abiertos los enigmas.
La tensión va subiendo a medida que a los alumnos y los maestros se les hace más complicado convivir con Yuki y su estado de alerta permanente, de desconexión con lo que el resto percibe como real. Y aunque le dan poca bola, Matsumoto logra que Yuki nos ponga nerviosos, nos transmite su angustia, su soledad, su desconfianza hacia los adultos, y a la larga su valentía para confrontar con una amenaza que para él es real.
Si leíste The Maxx, ya estarás curtido en este tipo de misterios psicológicos, con simbolismos, planos de realidad superpuestos y limaduras mentales de alto vuelo. Matsumoto recorre con jerarquía y originalidad ese camino ya explorado por Sam Kieth, pero es un poco más abstracto en la resolución e igual de expresionista a la hora de dibujar lo que pasa, tanto en la realidad como en la mente de los personajes. GoGo Monster es una clase magistral de dibujo, con una narrativa lenta e hipnótica, con un guión tenso, a veces críptico, pero coherente, y muchos, pero muchos toques de genialidad. Se publicó en Japón en 2000 y en EEUU a fines de 2009, en una edición a cargo de Viz sencillamente devastadora. Un lujo.
miércoles, 16 de junio de 2010
16/ 06: MORON SUBURBIO
Estamos en 1997, el año en que la UCR y el Frepaso inventaron la Alianza, el año del Fantabaires con Adam West, el año en que los fanzines se consolidaban como una de las poquísimas alternativas para leer historietas de autores argentinos sin necesidad de saber inglés, italiano o francés.
En ese contexto, un autor al que algunos conocíamos de su paso por el interesantísimo fanzine Extraño Cameyo, pegaba el salto y editaba el n°1 de Morón Suburbio, una revistita con varias historias que compartían personajes, ambientación y onda, mucha onda. El autor tenía apenas 19 años y era Angel Mosquito (Mariano Pogoriles en el DNI). Había sido alumno de Oswal y pasado sin pena ni gloria por distintos ámbitos académicos, donde rebotó entre Bellas Artes, Animación y Diseño Gráfico sin terminar nunca ninguna carrera. Lo suyo, claramente, era la historieta, aunque en su mochila de influencias no faltaran Tarantino y García Márquez, entre otros.
Pero en el caso de Mosquito, hablar de influencias es injusto, porque perderíamos de vista su principal virtud que es, justamente, la originalidad. Morón Suburbio, ante todo, no se parece a nada. Para empezar, lo más importante de esta serie no es el dibujo, ni el guión. Ni siquiera los personajes, esa ecléctica combinación de losers, malandrines y canas corruptos de distintas extracciones raciales, geográficas y ocupacionales. Acá lo más importante es el mundo en el que transcurren todas estas historias: el desierto, el territorio de Morón, el barrio yugoslavo, el banco de Soros, el palacio del Niño G., las canchitas de fútbol, los negocios, el Mc Kaka y esos postes con cables que recorren la nada de punta a punta, únicos testigos de persecuciones, traiciones y tráfico de todo tipo de mercaderías ilegales.
Y en ese mundo cuasi-surreal (donde atrás de cada disparo de 38 parece escucharse un ladrillazo de los que Ignatz le tiraba a Krazy Kat) los balazos van y vienen y los muchachos se entretienen, se hieren, se matan, se afanan.. pero eso sí: si el semáforo está en rojo, lo respetan. Entre sus muchos hallazgos, el episodio más redondito (por lo menos para mi gusto) es el “Especial de Navidad”, esas 15 páginas pergeñadas por Mosquito a fines de 1998, con menos cuadros por página que los habituales (porque estaba pensado para un formato más pequeño) y el consiguiente lucimiento de un dibujo perfectamente definido, vigoroso, impactante y todavía virgen de las tramas mecánicas, que se sumarían a partir de la edición siguiente.
Este recopilatorio de 2005 (que todavía se consigue no sin cierta dificultad) reúne las cuatro primeras entregas de aquella mítica historieta de los ´90 y deja afuera una sóla, el número 4, que está agotado hace años y necesita urgente una reedición. Pero tiene que haber más. Esto no puede terminar acá. Hacen falta más kilómetros de caminos de tierra, más autos destartalados con baúles llenos de cadáveres, más fans de ABBA y los Bee Gees, más cartelitos con flechitas que nos dicen quién es quién, dónde estamos, qué tienen en la mano (y en la mente) cada uno de estos gangsters de la B Metropolitana, cuyo regreso esperamos ansiosos, con los fierros y el vodka listos.
Un tema que en los ´90 sonó hasta la náusea decía “Pueden robarte el corazón, cagarte a tiros en Morón, pueden volarte la cabeza...“ . Y así fue: una historieta ambientada en Morón, con muchos robos, muchos tiros y mucho corazón apareció en 1997 y nos voló la cabeza a unos cuantos. Desde entonces, cada vez que vemos pasar un bondi cuyo número no nos suena para nada, fantaseamos con tomarlo, con viajar sentados una hora y pico y bajarnos en el medio de un Oeste suburbano tan improbable como cercano. Y todo es culpa de esta historieta, la que puso a Mosquito entre los artistas más grossos de su generación (credencial más que validada con La Mueca de Dios, El Otro, El Granjero de Jesú, o su más reciente Vitamina Potencia), la que jerarquizó como ninguna otra al under de fines de los ‘90, la que, desde un humilde fanzine de Morón, impuso su condición de clásico contemporáneo. Pulenta argenta, de la buena.
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martes, 15 de junio de 2010
15/ 06: MAIL ORDER BRIDE
Mark Kalesniko nació y creció en Trail, una ciudad de la región canadiense conocida como Columbia Británica. Cebado mal con los comics desde chico, en 1981 se mudó a las afueras de Los Angeles, para inscribirse en el California Institute of Art. Ahí obtuvo su diploma en Animación de Personajes y empezó a trabajar como dibujante en distintas producciones, principalmente para Disney, donde durante años trabaja como diseñador y animador en películas como La Sirenita, El Rey León, Mulan y Atlantis. Pero desde 1990, Kalesniko alterna su producción entre la animación y los comics, hasta publicar en 2000 la que –por ahora- es su obra maestra. Y subrayo el “por ahora”, porque en Agosto saldrá Freeway, una nueva y ambiciosa novela gráfica en la que lleva años trabajando.
Pero centrémonos en Mail Order Bride, la obra con la que el canadiense ganó prestigio y premios en todo el mundo, la que le permitió abandonar definitivamente la animación y ponerse a trabajar full time en historietas. Estamos frente a 260 páginas de historieta, o sea que lleva un rato. Pero es sencillamente GENIAL (por algo ganó todos esos premios).
Mail Order Bride es la historia de Monty Wheeler, un geek patético que tiene un negocio de comics y juguetes en un pueblo de Canadá, y que llega virgen a los 39 años. Al tipo no se le ocurre mejor idea que comprar una novia por correo a una empresa coreana que les ofrece a los norteamericanos una vida de lujuria junto a sensuales y sumisas geishas orientales. Pero claro, Kyung no es una action figure, sino una persona, y ahí es donde empiezan los problemas.
Acá Kalesniko se revela como un narrador completo, que sabe perfectamente cómo meterte en su historia, cómo enroscarte, como llevarte de la nariz y hacerte sentir lo que él quiere que sientas. Hay secuencias pensadas para DESESPERARTE (así, con mayúsculas), para dejarte pensando, para amargarte, para shockearte, para que te quede BIEN CLARO que no leíste “un comic más”. Kalesniko es cualquier cosa menos intrascendente, y eso se debe a que el tipo PONE TODO. Hasta su propia vida, que no tiene reparos en exponer, mínimamente camuflada detrás de sus personajes.
Como todos los artistas que vienen de la animación, Kalesniko tiene un manejo supremo del timing, de la secuencia muda, de cómo usar el tamaño de la viñeta para manipular el clima del relato. Como también es típico en la animación, elabora muchísimo los fondos (mucho más que a los personajes) y conoce el verdadero valor de las expresiones faciales. Pero dos de sus máximos logros poco tienen que ver con su trabajo en la industria del dibujo animado: Por un lado, su espectacular dominio del blanco y negro y por el otro, la temática 100% adulta, jodida y arriesgada que aborda. Como guionista, Kalesniko tampoco falla: Kyung y Monty se nos presentan al toque como personajes creíbles, a los que el autor deja evolucionar, dota de millones de herramientas para gambetear las obviedades (y los finales felices!) y aún así, no tiene reparos en faltarles el respeto, en desnudar frente a nuestros ojos sus miserias y sus contradicciones.
Mail Order Bride es una historia profunda, vibrante, sofisticada y visceral a la vez, en la que los estereotipos se caen a pedazos y el choque entre las expectativas de los protagonistas produce esquirlas de esas que se te clavan en el bocho para siempre. Historieta Perfecta, sin duda alguna, dibujada meticulosa, sutil y hasta irreverentemente por un maestro de la narrativa, la secuencia, el diálogo, la ambientación, el lenguaje corporal y el compromiso con historias fuertes, creíbles y “de hondo contenido humano”, como dicen los críticos-de-cine-a-sueldo-de-las- distribuidoras cuando les encajan por el orto esos bodrios con Meryl Streep y Susan Sarandon.
Sigo contando los días que faltan para leer Freeway…
lunes, 14 de junio de 2010
14/06: CALLEJON ROJO
Séra se llama Phoussera Ing y nació en Camboya, a principios de los ´60. O sea que vivió y sufrió en carne propia la tragedia de su país, y más precisamente la de su ciudad, Phnom Penh, cuando en 1975 la cruenta guerra entre el Vietcong (los malditos vietnamitas comunistas) y las fuerzas militares de los EEUU devastaron la región en una serie de ataques y bombardeos que mataron a miles de pobladores civiles.
En 1987, Séra empezó a bocetar esta historieta, que narra precisamente ese conflicto, y la versión que se conoce mundialmente es la de 2003, en la que casi todos los dibujos fueron retocados por el autor. Callejón Rojo (tal su nombre en España) se inscribe en la línea de Barefoot Gen, Maus y Persépolis: un pibe inocente, una familia devastada por una guerra chota e injusta, un país destruido, y –años después- el testimonio conmovedor de un sobreviviente. Si puedo enumerar tres obras de la misma corriente sin repetir, ni soplar, ni googlear, quiere decir que el truquito ya se hizo unas cuantas veces, y que seguramente la lista es bastante más extensa. Pero bueno, la fórmula parece funcionar y eso hace inevitable que, detrás de cada tragedia, venga un sobreviviente a contarnos en forma de historieta lo mucho que sufrió.
El tema es el talento, el nivel con el que se encara ese testimonio. Nadie le va a quitar ni a discutir a Séra el sufrimiento por el que tuvo que pasar, pero realmente el guión de Callejón Rojo, lo que el camboyano eligió contarnos y la forma en la que encaró el relato, son bastante pobres. Está la emoción: el lector “se enoja” con los vietnamitas y con los yanquis tanto como Séra se lo propone. Pero falta una trama un poco más elaborada, se nota demasiado la intención de panfletear. Sobre todo porque el argumento que Séra desarrolla en 84 páginas se podría haber liquidado en 16.
En trabajos posteriores de Séra (que sí tuve que googlear) se justifica un poco más la chapa que el camboyano obtuvo en Francia. Hay un laburo más secuencial (acá lo que sobran son postales y posters), hay argumentos más laburados y personajes mejor construídos. Pero en Callejón Rojo ganan la estridencia, la grandilocuencia y hasta el golpe bajo.
Todo eso, felizmente apoyado en un trabajo gráfico superlativo. Séra fracasa como narrador, pero como ilustrador se saca un 11. Acá anticipa muchas de las técnicas que consagrarían a Ashley Wood y Ben Templesmith, y demuestra una solvencia en el manejo del photoshop realmente notable. La integración de fotos y dibujos es perfecta, sui anatomía y sus expresiones faciales son magníficas, y su paleta de colores vibrante, shockeante, conmovedora y original. Sus técnicas pictóricas son variadísimas y sumamente efectivas para plasmar los aciagos climas que dominan en la triste historia del soldado Snoul. O sea que el libro resulta un objeto absolutamente placentero a la vista, y realmente te da muchísimas ganas de leer la historia.
Que no prosperó como historieta, pero que igual informa y –mal que mal- entretiene. Por suerte, antes y después de la historieta, hay mapas y textos del autor, que cuentan más sobre la masacre de Phnom Penh y que nos terminan de completar el panorama histórico, aunque sin abandonar el relato en primera persona, con Séra bajando línea y recordando con nostalgia a los familiares y amigos que no vivieron para contarlo. Callejón Rojo optó por contar la tragedia bélica DESDE el género bélico (a diferencia de Persépolis, por ejemplo) y no llegó a recibirse de clásico. Pero Séra demostró ampliamente que como dibujante es un tanque demoledor.
domingo, 13 de junio de 2010
13/06: THE LEFT BANK GANG
Si creías que lo mejor que nos había dado Noruega eran los primeros discos de A-ha, seguro no conocés a Jason. Jason es un dibujante... raro, entre otras cosas porque, si bien se metió en este mundillo a los 19 años, no fue hasta los 36 años que empezó a publicar profesionalmente y a trascender las fronteras del país escandinavo en el que nació y estudió. Pero además pertenece a la corriente spiegelmanista, la de los autores capaces de contar historias duras, realmente jodidas, con personajes animalizados, con cara de perritos, gatitos y pajaritos bastante simpáticos, en contraste con lo heavy de algunos guiones. También hay una buena parte de la obra de Jason intencionalmente cómica, y en ese registro logró algunas obras absolutamente geniales, muchas veces mudas, y muchas veces jodiendo con tópicos del cine berreta, tipo momias, criaturas del pantano, clones de Frankenstein o de Godzilla y zombiez de la B Metropolitana.
Dentro de la atípica obra de Jason, The Left Bank Gang (que en Francia se conoce como Hemingway) es sumamente atípica. En principio, porque todos los personajes hablan, pero sobre todo por el planteo. Imaginate este What If fumanchero: Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound y James Joyce viven en la modernísima París de los años ´20, son amigos entre sí, pero en vez de novelistas son... historietistas. Durante la primera mitad de la novelita (23 de las 46 páginas), los tipos se encuentran, hablan de historieta (mencionan, entre otras cosas, que Tolstoi, Knut Hamson y D.H. Lawrence, entre otros, también son autores de comics) y hablan del oficio, de cómo les cuesta progresar y ganarse la vida como historietistas. También hablan de mujeres, de sexo y Hemingway ceba a los otros con su pasión por las corridas de toros.
Hasta ahí, todo es inquietante, pero tranqui. La vida humilde, la esposa de Fitzgerald que tiene aires de burguesa y se aburre de la bohemia de su marido, la familia de Hemingway que lo banca en las buenas y en las malas... hasta que este útimo tiene una idea revolucionaria: afanarse la cuantiosa recaudación de una exhibición de boxeo, para dejar de contar las monedas de una buena vez.
La segunda mitad de la obra nos muestra a los cuatro historietistas, tipos cultos y mayormente retraídos, convertidos en una banda delictiva, que efectivamente da el golpe. Y acá Jason da otro toque maestro: la escena clave, la del robo y la fuga, nos la narra seis veces, cada vez vista por uno de los seis protagonistas (enumeré a cuatro, pero si explico quiénes son los otros y de qué juegan, te cago el final). El final es -como suele suceder en Jason- impredecible, emotivo, sumamente satisfactorio y, por si faltara algo, te deja pensando, se queda con vos un rato largo, te invita a seguir mirando esa última página, a reflexionar sobre lo que pasó.
El dibujo de Jason se enrola en una línea clara tradicional, prolija, sin estridencias. No lo podemos tratar de “pechofrío”, porque realmente se juega por transmitir muchísima onda y muchísima emoción aún con un trazo adusto, y además lo logra. Pero no esperes ver una dinámica tipo Trondheim (por citar a otro prócer que dibuja gente con cabezas de animales), porque el ritmo de Jason es otro. Para subrayarlo, adopta la grilla de 9 cuadros (la Gran Watchmen) y la mantiene de punta a punta de la obra, lo cual resulta una herramienta maravillosa para regular el tempo narrativo, las pausas, los silencios, y -cuando llega- la acción, que si bien está contenida, es fuerte y shockeante.
El colorista Hubert aporta muchísimo y es decisivo para resaltar los climas con esa paleta generosa, acotada a los colores planos, y con su respeto milimétrico por todos los detalles que Jason vuelca en la reconstrucción de la París de la Belle Epoque. Visualmente es uno de los trabajos de Jason más atractivos, que más probablemente seduzcan al lector que todavía no es adicto a la particular forma de narrar del noruego.
Y de nuevo, la posibilidad de leerlo en inglés te va a permitir acceder a una excelente edición por parte de Fantagraphics, a un precio sumamente accesible (13 dólares), contra los 12 euros que vale la edición española de Astiberri, publicada con el título “No me Dejes Nunca”.
sábado, 12 de junio de 2010
12/06: 1811
Sigo mi recorrida por la historieta reciente de los países latinoamericanos, y hoy, como pasé todo el día con Robin Wood, me puse las pilas para reseñar 1811, la novela gráfica en la que el creador de los greatest hits de la difunta editorial Columba recuenta en clave de historieta nada menos que la gesta de la independencia paraguaya.
Lo acompaña en el emprendimiento el maestro Roberto Goiriz, uno de los tipos que más saben de historieta paraguaya, y además uno de los historietistas paraguayos de mayor proyección internacional. Goiriz es una especie hombre del Renacimiento, que es la forma cool de llamar a los comodines, o a los jugadores de toda la cancha. Es ilustrador, diseñador gráfico, humorista, publicista, novelista, historietista, docente, y donde nos descuidemos, lo vamos a ver como intendente de Asunción, o como presidente de Cerro Porteño, el club de sus amores.
El trabajo de Goiriz en 1811 prioriza, ante todo, la accesibilidad. Experto en medios masivos, el dibujante sabe que la historieta se va a regalar junto al diario más vendido del país hermano, y en lugar de esforzarse por gustarle a los fanáticos del comic, pone todo para que la obra resulte visualmente atractiva para quien habitulamente no consume historietas. Todo está muy claro, muy fácil de digerir, y por ahí falta un poco más de expresionismo, un approach que acentuara desde lo gráfico el dramatismo de la historia, pero seguramente ese approach habría ahuyentado a ese lector ocasional al que apuntaba este trabajo. El colorista Edgar Arce, demasiado preocupado por iluminar cada escena con luz de vela o de fogón (que era lo que había en 1811) es el responsable de que sea casi imposible percibir algunos detalles finos y muy logrados del trazo de Goiriz, que uno pudo ver en sus originales en blanco y negro. Pero, de nuevo, el estilo utilizado por Arce es el ideal para que esta historieta le resulte atractiva al lector eventual. Goiriz, mientras tanto, no escatima algunas planificaciones más jugadas y pilotea con solvencia las extensas escenas donde sólo vemos gente hablando. Y por supuesto, trabaja con rigor histórico las vestimentas, armas y paisajes que la trama requiere.
Hablábamos del dramatismo de la historia, y la verdad es que Robin Wood la des-dramatiza bastante. Los personajes, más que héroes, son seres humanos. Y los picos de tensión, donde el tono deja de ser intimista y casi personal para acercarse a la epopeya, son uno o dos, puestos en momentos clave. Los protagonistas están (supongo yo desde el desconocimiento) un toque caricaturizados: el Doctor Francia es una especie de Sr. Spock, frío y calculador a niveles vulcanos, mientras que el Gobernador Velasco es un villano cobarde y carente de la menor dignidad. Manuel Belgrano aparece como un tipo equivocado pero bienintencionado y Fulgencio Yegros es una especie de Aragorn, que llega siempre en el momento justo para dar vuelta los combates decisivos.
Pero de nuevo, la historia además de humanizarse se respeta, y Robin plasma con rigor, pero también con onda, tanto las batallas como las intrigas palaciegas, que (si leíste Dago, Dax, o El Cosaco lo sabés bien) son una de sus especialidades. 1811 es un comic importantísimo para la historieta latinoamericana, de capital importancia para el Noveno Arte paraguayo, y que fuera de Paraguay puede abordarse como una lectura didáctica y dinámica, capaz de entretener al lector de aventura clásica casi sin proponérselo.
viernes, 11 de junio de 2010
11/06: FREAK SHOW
No, no… esto no es un gigantesco chivo para la gloriosa editorial que edita la no menos gloriosa Comiqueando, la imprescindible Komikku y la eventual (pero no por eso menos grossa) Power Magazine. La reseña de hoy trata sobre una novela gráfica realizada a principios de los ´80 por Bruce Jones y Berni Wrightson, una dupla que ya había colaborado en alguna que otra historia corta para las revistas de la editorial Warren, de esas que hicieron historia en los ´70 y sirvieron para renovar el género del terror.
Para este entonces, Jones ya había trascendido el mencionado género y se había establecido, no sólo en la industria del comic, sino también en Hollywood, como un guionista versátil, al que no le cuesta nada pergeñar extraños cruces entre géneros disímiles para lograr resultados atípicos. Vamos, que estamos hablando del tipo que convirtió a Hulk en protagonista de un comic que parecía The X-Files, o cualquiera de esas series yankis con agentes del FBI y casos sobrenaturales. Famoso langa y mujeriego (que dejó de piratear y de cambiar de esposa como de calzoncillo pasados los 40), Bruce Jones sitúa esta historieta en las postrimerías del Siglo XIX, que es cuando transcurren muchas de las mejores historias que sentaron las bases de la literatura fantástica. De hecho, los bloques de texto están escritos con una prosa florida y sofisticada, que nos recuerda a los cuentos de H.P. Lovecraft, o a la mismísima Mary Shelley.
En su habitual mescolanza de géneros, Jones usa a los freaks para sazonar con elementos “de terror” una trama que en realidad es un drama humano, fuerte y emotivo, por momentos desgarrador, de un hombre arrastrado a la ruina y la perdición por la supuesta traición de su amada. Pero la verdad es que, salvo por la última escena, los freaks podrían no estar, tranquilamente. Cambiémoslos por cualquier minoría discriminada (pongamos los negros, ahora que tanto se habla de Sudáfrica y de la épica lucha de Nelson Mandela contra el apartheid) y la historia funciona exactamente igual. ¿Por qué meter entonces a los freaks? Y, porque el terror vendía bien y porque el dibujante era Berni Wrightson, genio absoluto en ese rubro.
Lo cierto es que el guión va para adelante sin rodeos ni boludeces y el final es realmente jodido. Hay un salto temporal medio bestia (pasan como 25 años en muy pocas viñetas) que no se termina de explicitar y que es importante para la trama. Pero tampoco es taaan grave. Y además ese “per saltum” activa el “deus ex machina” (digo yo, abusando del latín más que Mariano Grondona) que es fundamental para que el giro del final tenga el impacto que Jones necesita.
Pero vamos a lo fácil, que es hablar maravillas del dibujo de Wrightson. Este es el Wrightson power, un capo en su mejor momento. Olvidate de ese Wrightson a media máquina de Batman: The Cult, o incluso del de las novelas gráficas de Marvel, que están bien, pero se nota que las hizo para pagar las expensas mientras se mataba en las ilustraciones de Frankenstein. Freak Show es justo anterior (anterior también a Creepshow) y es casi la preparación de lo que va a hacer en Frankenstein. Acá el monstruo pela climas y enfoques recontra-dark, horrendas aberraciones tanto físicas como morales, una narrativa cuidadísima, en la que jamás se esfuerza por brillar más que el guión, y además una sobrecarga de detalles casi barroca. Estos detalles, estos elaboradísimos planos en los que se destaca el rigor histórico y la imaginación fantástica, se aprecian infinitamente mejor en la edición de Image, que es en blanco y negro. Alguno habrá leído este trabajo en los ´80, en la edición española de Toutain (hoy otro Santo Grial inconseguible), que era a color. Bueno, esto está a años luz de la versión a color. Acá realmente se disfruta a pleno el trabajo monumental de un Wrightson que –repito- estaba en su mejor momento.
En apenas 44 páginas, dos yanquis se mandaron una especie de álbum europeo. Autoconclusivo, adulto, intenso, sofisticado y dibujado como la hiper-concha de Dios. Así da gusto rodearse de freaks…
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jueves, 10 de junio de 2010
10/ 06: CRONICAS DEL VIENTO
Crónicas del Viento (Kaze no Sho) es un tomo unitario que nos presenta un estremecedor thriller político e histórico, originalmente serializado en 1992 en la revista Young Champion. Acá, Taniguchi forma equipo con Kan Furuyama, que además de guionista de historietas es también historiador. El contexto histórico es fundamental en esta saga, ya que está basada (como las mejores obras de Hiroshi Hirata, de quien Taniguchi es fan acérrimo) en hechos reales de la historia japonesa, más concretamente en la vida de Jubei Yagyu (el de Ninja Scroll), uno de los dos guerreros históricos más célebres (el otro es, claramente, Musashi Miyamoto, el de Vagabond). Mito y ficción, política e historia se mezclan en esta epopeya de samurais, shogunes y ninjas ambientada en las eras Edo y Meiji.
El núcleo de la trama es, en realidad, un flashback a la era Edo narrado en 1899 (plena era Meiji) por Kaishu Katsu, importantísimo político del momento, responsable de la caída del régimen anterior (el shogunato) y de haber evitado una guerra civil, cuando las fuerzas de los EEUU rompieron el bloqueo autoimpuesto por Japón, en 1867. Katsu recuerda cómo llegaron a sus manos las "crónicas del viento" (o Crónicas Secretas Yagyu), míticos documentos que supuestamente revelan data importante acerca del destino de Japón y que Jubei Yagyu, el maestro supremo de la katana, defendió y recuperó de manos poco confiables 229 años atrás. Furuyama realizó un gran trabajo de investigación y logró ponerle acción, dinamismo y emoción a hechos históricos que podrían haberse acotado a una cuasi-burocrática sucesión de intrigas palaciegas. Al meter en el medio a un guerrero legendario, la cosa cobra un vuelo aventurero muy, muy atractivo, y que se complementa muy bien con la runfla política.
Lo único un tanto cuestionable es el énfasis a veces excesivo en las técnicas de combate de los samurais: páginas y páginas donde el mítico Jubei, sus amigos y enemigos, te explican qué pasa si agarrás el mango de la espada tres milímetros más abajo, los truquitos para desenvainar más rápido que el rival y la técnica conocida como contragolpe de golondrina. Pero fuera de eso (que poco aporta a la trama), Crónicas del Viento tiene todo para atraparnos durante unas 200 páginas, en las que llegás a olvidarte de que estás leyendo en sentido oriental, de tan metido que estás en la historia.
Si sos fan de Taniguchi, preparate para vivir sensaciones totalmente nuevas. Esta es la obra del ídolo con más machaca, por lo menos de las 10 que leí: además de los fastuosos paisajes, los climas y las expresiones faciales (que son su marca de fábrica), acá Jiro dibuja electrizantes escenas de acción y hasta batallas entre ejércitos enteros, como para demostrar que cuando quiere puede dibujar mangas de alto impacto, llenos de líneas cinéticas y de monos pesuttis que en vez de contemplar los pajaritos y las cumbres nevadas, pelan la katana y salen a hacer estragos. Por supuesto, todo con elegancia,
con maestría, con precisión histórica y con la característica pasión por los detalles de Taniguchi, que se mata para reproducir con total fidelidad trajes, armas, casas, templos y hasta monturas de caballos de las dos épocas distintas en las que transcurre la saga. Realmente, no se entiende cómo tardó menos de un año en producir esa cantidad de páginas tan, pero tan cuidadas. O sí, porque estamos hablando de un genio superlativo.
Crónicas del Viento fue publicada en España en 2004 por la editorial Ivrea (en una notable edición, con valiosísimos textos complementarios de Agustín Gómez Sanz), como para demostrar que, además de esos manguitas llenos de chicas de 14 años con polleras microscópicas y chaboncitos con caras andróginos que se cagan a palos (que son los que se editan en Argentina), cuando quieren pueden ofrecernos mangas de excelente calidad.
miércoles, 9 de junio de 2010
09/ 06: LAS AVENTURAS DE SPIROU Y FANTASIO: DIARIO DE UN INGENUO
Bueno, parece que el truquito de las sagas recontadoras de orígenes y forjadoras de retro-continuidad se aplica también a héroes sin máscaras ni poderes. Spirou, como tantos otros personajes creados en la primera mitad del siglo pasado, jamás tuvo un “origen” coherente, ni mucho menos. Su continuidad se fue armando sobre la marcha y –con buen tino- es poco lo que avanzó de 1938 hasta hoy. Pero había miles de cosas sin explicar, como el traje de botones, la amistad con Fantasio, su pasión por la investigación, etc., y más tarde que temprano, apareció un autor dispuesto a explorar esa primera etapa en la vida del personaje creado por Rob-Vel.
El autor elegido fue el imparable Emile Bravo, y su approach no pudo ser más perfecto: Bravo sitúa esta historia en Bruselas, en 1939, y aprovecha dos aspectos que antes no se podían mostrar en los comics. Por un lado, la fecha: acá se está cocinando nada menos que la Segunda Guerra Mundial y nuestros héroes son testigos de toda la previa (o sea que también tenemos… villanos nazis!). Todo el contexto político está trabajado y explicado a fondo: alemanes, polacos, judíos, comunistas… hasta la Guerra Civil Española tiene su injerencia en la trama. Y eso sin dejar de lado la comedia, los gags físicos (tropiezos, patadas, persecuciones) y todas esas cosas a las que los álbumes de André Franquin nos hicieron adictos.
El otro elemento que Bravo se anima a introducir en la mezcla es el del despertar sexual de este chico de 13 años. No esperes nada explícito, más allá de algún chiste medio subido de tono (que el ingenuo Spirou obviamente no pesca), pero acá el botones es un adolescente real, de carne y hueso, al que le empiezan a pasar cosas raras cuando se le acerca una rubiecita que trabaja de mucama en el hotel, pero tiene mucho que ver con la trama política de la obra. Todo el tiempo Bravo nos subraya que este chico que mañana será un aventurero re-grosso, se hizo de abajo, laburó de botones por dos mangos, vivió con lo justo, fue “uno más” de la barra de pibes que jugaba al fulbito en el baldío y leía las aventuras de Tintin en Le Petit Vingtieme.
Lo de Tintin es muy grosso. Bravo se saca las ganas de que el propio Spirou explique que no se parece a Tintin, y que –aunque los años lo refutarán- no es su intención clonar al otro gran aventurero belga, que para él es sólo el protagonista de una historieta, a la que los “rojos” tildan de “burguesa y pro-clerical”. Estos detalles, estas sutilezas (entre ellas la página final, un epílogo impactante y genial que cierra un cabo suelto y pega una vuelta de tuerca 100% impredecible), esas pinceladitas de Bravo son las que le dan a esta obra el caracter de Historieta Perfecta. El guión es excelente, los personajes están muy bien trabajados (se agradece el esfuerzo por poblar tanto al hotel de Spirou como al diario de Fantasio con un montón de secundarios creíbles y hasta queribles) y todo sirve para darle a la longeva serie una base mil veces más sólida que la que tenía hasta ahora.
El dibujo de Bravo no tiene desperdicio. Las miles de páginas de 12 y hasta 15 cuadros no lo amedrentan ni lo aburren. Su narrativa es ajustada, con un gran manejo del timing, pausada o vertiginosa según lo requiera el guión. Su estilo nos remite de inmediato a Yves Chaland, pero a un Chaland que bajó tres cambios, menos estridente, mucho más medido a la hora de las pantomimas y las líneas cinéticas. En ese sentido, es muy loco ver cómo todo funciona tan bien sin acercarse ni un milímetro a lo que hacía Franquin. Además está el grafismo de Bravo, esa línea que parece imitar el trazo de la carbonilla y que queda muy, muy bien, tanto acá como en las obras de Dupuy y Berberian, o Michel Rabagliatti, que usan ese mismo “efecto”.
Este álbum no sólo es un excelente punto de partida para el que quiere empezar a leer Spirou. También es una de las mejores entregas de la mítica serie y –como si esto fuera poco- una historieta magnífica, atrapante, bella y efectiva de principio a fin. Joya inenarrable, diría el Dr. Sax…
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