lunes, 7 de abril de 2025
DUCKS
Lo único que leí en todo el fin de semana fueron las 430 páginas de Ducks, la novela gráfica de la canadiense Kate Beaton que apareció en 2023 y se cansó de ganar premios. Una lectura durísima, por la extensión de la obra, porque abunda mucho el texto y por la densidad de lo que narra la autora.
En general, cuando nos encontramos con obras como esta, es decir, con relatos autobiográficos en los que una autora pasa en limpio cosas muy heavies que le sucedieron, y aprovecha para denunciar un montón de injusticias, malos tratos, abusos y demás, queda muy en segundo plano algo que yo quiero traer al frente: el dibujo. Si bien Ducks tiene muchísimos argumentos para seducir y conmover al lector, el dibujo no es precisamente uno de ellos. Beaton había mostrado un gran nivel en sus trabajos más cortos, de perfil claramente humorístico. Pero ahora, cuando tiene por delante 430 páginas en un tono mucho más dramático, el dibujo aparece como segmentado en tres niveles muy distintos. Cuando trabaja con referencia fotográfica para mostrarnos paisajes o exteriores de edificios, la canadiense se revela como una ilustradora dotadísima, con un manejo precioso de las aguadas y una atención exquisita por los detalles. En un segundo nivel están las caras de los personajes femeninos, mucho más caricaturescas, que en los mejores momentos parecen dibujadas por Dupuy y Berberian. Y el resto, principalmente los cuerpos y las caras de los personajes masculinos, están en un tercer nivel, ya casi al borde de la catástrofe, entre Cathy Guisewite y las primeras temporadas de South Park. Hasta los personajes que deberían caernos bien causan rechazo de lo feos que los dibuja Beaton. Dibujar mal las caras en un comic que consiste básicamente en conversaciones entre los personajes es algo que resta tanto, que ni siquiera considero la posibilidad de que la autora lo haya hecho a propósito.
Pero bueno, supongamos que la Kate Beaton que la rompía en Hark! A Vagrant no existe más, y que no queda otra que conformarse con esta que (en una de esas por apurarse para no tardar seis o siete años en terminar este mamotreto) dibuja a media máquina. ¿Qué nos queda? Sin salir de la faz gráfica, un muy buen tratamiento de los grises y una narrativa clara, ajustada, basada sobre todo en grillas clásicas de 3x3 y 3x2. Acá no hay saltos al vacío: la autora sabe que esto va a llegar a manos de gente que habitualmente no lee historietas y va a una puesta en página 100% tradicional y segura, a prueba de neófitos.
Y el ancho de espadas con el que juega Beaton es el guion, la historia que tiene para contarnos. Como tantos jóvenes canadienses, la autora fue a estudiar a la universidad, que en ese país NO es gratuita. Si no la podés pagar, tenés que obtener un crédito, y devolver cada centavo una vez que te graduás, en plazos bastante exigentes, porque se supone que al toque conseguís un trabajo bien pago. Pero claro, Beaton estudió Artes y quería ser dibujante... ¿de dónde iba a sacar la plata para devolver el préstamo? Así es como termina por dejar su pueblo natal para viajar a las arenas petrolíferas de Alberta, donde unas cuantas mega-empresas extraen y procesan hidrocarburos. Para que te des una idea, es como nacer en Misiones y terminar laburando en Vaca Muerta. La crónica que nos ofrece Beaton de sus años en las arenas petrolíferas es desoladora. Imaginate laburar dos años en un lugar aislado, al fondo de la Loma del Orto, donde lo único que podés hacer cuando no estás laburando es cagarte de frío. Y encima, por ser una pibita de 22 años, atraés la atención de un montón de tipos (en las bases hay 50 tipos por mina) que están ahí aislados, aburridos y alzados. Solo por portación de vagina, Kate se va a tener que fumar a pajeros, desubicados y machirulos rancios que la van a encarar de maneras que van de lo insultante al abuso sexual liso y llano.
El lugar, los compañeros, el trato que les brinda la empresa a los empleados, el lleva-y-trae de todos los días... nos sobran los motivos para renunciar, pero Beaton no puede hacerlo, porque necesita la guita para cancelar ese préstamo. Y entonces nos cuenta tooooda esa rutina desoladora y frustrante, a través de largos diálogos y anécdotas en su mayoría muy menores, que van armando este mosaico de aburrimiento, alienación y pesar. Como le sobran páginas, aprovecha para bajar línea acerca del impacto de esta actividad hiper-lucrativa en el medio ambiente, y cómo la envidiable facturación de la empresa repercute en un daño irreparable a la fauna, la flora y el suelo de la región.
La verdad es que la idea está buenísima, y lo que tiene Beaton para contar es realmente interesante y hasta emotivo. Pero la denuncia, la descripción del sacrificio que hacen estas pibas por un salario digno y demás, pegarían mucho más fuerte en menos páginas. En 430 páginas entran y salen de escena tantos personajes secundarios, y se acumulan tantas situaciones que no tienen mayor relevancia para la trama, que en un punto uno siente que ya está, que ya alcanza y sobra, que no era para tanto. Después Beaton te mete otra escena memorable y te vuelve a conmover, o a indignar, o incluso a arrancarte una sonrisa irónica y se te pasa. Pero sin dudas, si Ducks tuviera menos páginas, sería mejor.
En Argentina, leer sobre los padeceres de los pibes canadienses que quedan engrampados con una deuda monumental simplemente por haber aspirado a recibir educación de calidad en un ámbito universitario es -felizmente- raro. Incómodo, porque empatizamos con el sufrimiento de Kate y demás, y a la vez reconfortante, porque son problemas que -a menos que sigamos votando para el orto- nosotros o nuestros hijos nunca vamos a tener. Así que, si algún día sentís que se te acaban los argumentos para pelear por la educación universitaria pública, gratuita y de calidad, leé Ducks, y al toque se te recarga la batería.
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